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viernes, 27 de junio de 2014
domingo, 22 de junio de 2014
Hannah Arendt. La película.

En Hannah Arendt, Barbara Sukowa logra un retrato bueno, serio y convincente de la filósofa alemana. En la cinta consigue transmitir pinceladas de fríaldad, altivez, displicencia... de lucidez, de amargura. Fiel a sus convicciones y alejada del pensamiento manido y convencional, el personaje, al igual que la propia filosofía, se enfrenta - a menudo con dolor e incomprensión- contra ese tipo de pensamiento.
En definitiva, me parece que Barbara Sukowa logra una interpretación excelente que mucho tiene que agradecerle a un guión logrado y consistente que introduce y gira en torno a la concepción del mal sobre el que meditó Hannah Arendt a lo largo de su vida. Un mal que no se da por una voluntad expresa de llevarlo a cabo, como la figura dieciochesca de Mefistófeles, sino por omisión, por pusilanimidad, por desinterés e incapacidad para cuestionarse sus acciones; y es en la figura de Adolf Eichmann donde Hannah encuentra un paradigma de ese mal que se esencia a lo largo del S.XX: En un burócrata eficiente de las SS, cuyo único sentido del bien y de la responsabilidad no va más allá de la obediencia a sus superiores y del trabajo bien hecho: En este caso, hacer que los trenes partan puntuales hacia Auschwitz.
Otro aspecto que me parece interesante, y que trata de forma indirecta el fenómeno del Nazismo, pero desde la perspectiva de un personaje que, aunque en las antípodas del perfil mediocre de Eichmann, también se enfangó con su oscura colaboración con el régimen Nazi. Me refiero al profesor y amante de Hannah Arendt, Martin Heidegger. Y digo interesante porque, que yo sepa, es la primera vez que se lleva al cine, aunque sea de una forma tan somera, la relación de ambos personajes entre ellos mismos y la política.
Para concluir, sólo me queda por hacer dos cosas: Una es que, al que no la haya visto, recomendarle vivamente que lo haga; y, otra, celebrar que todavía hayan salas comerciales con la valentía de proyectar este tipo de películas.
lunes, 16 de junio de 2014
La disyuntiva entre educación e instrucción.
En primer lugar y a modo de preámbulo, desde este escrito me gustaría revindicar el
valor ético de la educación. El cual me parece indisociable de la educación misma. Por lo que me gustaría recordar los dos grandes modelos éticos que han servido y sirven de basa
en el progreso del pensamiento ético en occidente y los fundamentos que los han motivado.
Someramente: la primera gran culminación del pensamiento
ético se da en la filosofía clásica con Aristóteles. Para el cual, la ética es
una guía que aspira a satisfacer la finalidad última del comportamiento humano.
A saber: La felicidad. La otra gran piedra angular de la ética es Kant, que se
sostiene bajo tres grandes preceptos que son:
«Obra sólo de forma
que puedas desear que la máxima de tu acción se convierta en una ley
universal»...
«Obra de tal modo
que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, siempre
como un fin, y nunca sólo como un medio».
«Obra como si, por
medio de tus máximas, fueras siempre un miembro legislador en un reino
universal de los fines».
Así que por un lado tenemos la búsqueda de la felicidad y,
por otro lado, el deber hacia el prójimo comprendido como una superación de lo
individual o particular y una búsqueda de la universalidad en nuestras
acciones. ¿Y acaso pueden ser estos valores enajenables de la
educación? Pues depende. Si entendemos la educación como algo distinto de la
instrucción, mi respuesta es que no, que tanto si entendemos la educación como
deber moral o progreso en la búsqueda de la felicidad, es indisociable de la
ética. Pero es ahí donde entiendo que radica el problema.
Si afirmamos que la educación actual sigue estando
fundamentada en la ética y que al mismo
tiempo es una actividad ligada a la inserción laboral –y de esto sí que no cabe
ninguna duda que lo es en nuestros días-, podemos llegar a la conclusión de que la ética en la educación es una ética dirigida
precisamente a la adecuación de un determinado modelo productivo. Entonces, tirando
de ese racionamiento podemos inferir que un comportamiento guiado por la
búsqueda de la felicidad y de los imperativos morales que guían el bien de la
humanidad se encarnan en la formación de técnicos cualificados. Afirmación
sorprendente, sin duda. Pero no hay más que seguir el hilo de las distintas
reformas educativas o las declaraciones de los ministros y comisarios de Estrasburgo
de turno para llegar a la curiosa – y descorazonadora- conclusión; que la
felicidad del individuo consiste en convertirse, por ejemplo, en técnico informático. Y desde luego, no parece que ese sea el caso. Evidentemente, este sinsentido
no se da porque, simplemente, la ética queda en otro plano. Y cuando ellos hablan de
educación, a lo que realmente mientan es a la instrucción: Algo esencialmente
distinto.
La palabra “educación” proviene del latín “educare”, que
significa “sacar o extraer”. Es decir, el maestro es un guía que ayuda al
alumno a descubrir aquello que es propio en él. En este caso, la labor del
maestro consiste en ayudar a extraer, a alumbrar la potencialidad del alumno.
Es un proceso que va de dentro hacia fuera y cuya finalidad es alcanzar la
madurez moral e intelectual del alumno. En cambio, el proceso de la instrucción
se orienta en sentido contrario; el alumno, en este caso, es un contenedor que
acumula los datos que vierte sobre él una figura investida de autoridad. Es
decir, desde el exterior. De fuera hacia adentro. No en vano, la palabra “instrucción”
proviene de la palabra latina “instructo” y significa “adoctrinar, comunicar
conocimientos”. Un ejemplo claro que ilustra la acción del instructor en un
proceso formativo es la instrucción militar.
Otro tema que me parece preocupante dentro de esta
metodología pedagógica es la obsesiva hiperespecialización de los estudios
universitarios, cada vez más enajenados de cualquier conocimiento que se
pretenda universal. Y esto no sólo en el caso de las licenciaturas que buscan
una pretendida “salida laboral”, sino que ya lo padecen incluso aquellas que
buscan un saber más universal (universalitas), las humanidades; e incluso en
aquella disciplina, que es la filosofía, de la cual emanan todas las demás
disciplinas y beben de ella para ajustar su método de trabajo (me remito, por
ejemplo, a la excelente ponencia del profesor Félix Duque que está enlazada en este blog). Por no hablar del creciente desprestigio y arrinconamiento que está
padeciendo desde hace algunos años a raíz de las diferentes reformas
educativas.
La educación reglada convertida en instrucción orientada al
mercado laboral; y un mercado laboral demandando empleados hiperespecializados
en la última tecnología -y con, por cierto, una fecha de caducidad bastante
breve- invita a reflexionar sobre algunas cuestiones que ya están sobre la mesa
y no se pueden obviar.
Desde un punto de vista práctico, esos técnicos cualificados
tienen tanta validez para el mercado laboral como vigencia tengan las
metodologías e instrumentos para los que han sido educados. Y es un hecho que la
tecnología evoluciona a gran velocidad y que nadie, ninguna universidad ni
ministerio, puede prever la tecnología de la que se servirá el trabajo a medio
plazo. Otra perspectiva que creo que se debería de tener en cuenta es si
realmente como ciudadanos estamos dispuestos a que se nos cercene el derecho a
la educación en pos de la mera instrucción con lo que ello implica: La renuncia
a ser ciudadanos éticos dotados de pensamiento crítico. Y, por último, tenemos
que preguntarnos si eso es realmente positivo para el conjunto de la sociedad, la
sociedad en mayúsculas; y ver si acaso una sociedad que renuncia a pensarse y
cuestionarse no está abocada a la rigidez, al enquistamiento y al nihilismo.
En relación a esto, y para concluir, me gustaría traer a
colación la división de saberes que muestra Aristóteles; porque creo que no
está en la esencia de la civilización occidental un saber que no es capaz de
pensarse a sí mismo ni de ir más allá de una pedagogía que solo aspira al
conocimiento técnico.
Para Aristóteles, pues, existen tres grados diferenciados de
saberes: Está en primer lugar el saber productivo. Éste es un saber técnico que
emana fundamentalmente de las sensaciones sin tener demasiado en cuenta la
razón, que se corresponde con el dominio inmediato de los objetos o las cosas. Pero que no tiene por finalidad el ir más allá de sí mismo. El segundo de ellos, y más importante que el
anterior, es el saber práctico. Más importante para Aristóteles porque es capaz
de elevarse sobre las contingencias particulares de los hechos y es capaz de
reconocer pautas que se repiten en un conjunto de casos. Este saber, por lo
tanto, ya ha conseguido alzarse sobre el conocimiento meramente sensitivo e
inmediato. Este saber práctico es el que crea pautas racionales en la conducta
humana; es un saber político-ético. Finalmente, en tercer lugar, Aristóteles sitúa
el pensamiento contemplativo o teorético como el más importante. Curiosamente,
este conocimiento no tiene ninguna utilidad, ni responde a algún interés
productivo o práctico; es el saber más abstracto. Y, precisamente por ser el
más abstracto, es el saber más universal; el que se remonta a las causas generales
de las cosas. Precisamente, en relación a ello Aristóteles ya advirtió que la filosofía era el saber más inútil pero el más importante de todos.
Y, nosotros, ¿todavía somos capaces de conceder algún valor al pensamiento en el aprendizaje? Y en relación con el tema aquí planteado: ¿Cuál debería de ser la deriva más deseable para la educación formal?
Y, nosotros, ¿todavía somos capaces de conceder algún valor al pensamiento en el aprendizaje? Y en relación con el tema aquí planteado: ¿Cuál debería de ser la deriva más deseable para la educación formal?
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