En
esta ocasión me gustaría abordar la obra del director con el que quizá exista
una mayor correlación entre el lenguaje cinematográfico y el pensamiento
filosófico. Me refiero a Ingmar Bergman. No voy a centrarme en toda su obra;
esa empresa sería muy extensa y pienso que sobrepasaría las posibilidades y la
finalidad de este blog. No. Exclusivamente quisiera centrarme en la trilogía
sobre el silencio de Dios por su enorme trascendencia interdisciplinar, porque
es universal y porque Bergman parece recordarnos las palabras del poeta alemán
Hölderlin: "El hombre es un dios
cuando sueña y un mendigo cuando piensa", ya que logra en menos de
cuatro horas de metraje lo que a algunos filósofos les ha llevado extensos
tratados repletos de ininteligibilidad para los menos iniciados. La trilogía es la historia de tres pérdidas,
sin mayor conexión entre sí que la desazón y el dolor que nos causan las
relaciones con nuestros semejantes; en concreto, las de nuestros seres más
íntimos.
"Como
en un espejo" es la primera parte de la trilogía. Una familia se reúne
en una casa apartada de la civilización, frente al mar, en una atmósfera muy
intimista para celebrar el regreso del padre. Él es escritor y desde la muerte
de su mujer ha estado viviendo en Suiza; pero tras el feliz reencuentro, y el trato inicial, afable y condescendiente, de mera cortesía, la
película ahonda en el mundo interior de los personajes. Entonces descubrimos a un padre egoísta, volcado en su
arte, e incapaz de empatizar con sus hijos. Sus verdaderas
motivaciones pasan por alejarse de ellos -su presencia le ahoga y le hace sentir culpalbe- y poder así llegar a escribir algo
realmente “bueno” y “verdadero”. En última instancia, la única reacción sincera capaz de suscitarle su hija no va más allá del interés morboso y positivista de registrar fría y objetivamente su enfermedad. En efecto, su hija mayor padece esquizofrenia y es el
único personaje que todavía es capaz de percibir a Dios; aunque sea un terrible
"Dios araña", alejado del Dios del amor del cristianismo o de la
perfección, como el Dios aristotélico. Su marido realmente se preocupa por
ella, pero el único consuelo capaz de dispensarle es meramente fisiológico, en forma
de inyecciones "para tranquilizarla".
Pues entre el mundo físico y tangible, representado por su familia, y las voces
de la locura que ella escucha en su mente, capaces todavía de asegurarle una
trascendencia, ha escogido a éstas. Al "Dios araña". Por último,
también está su hermano. Un muchacho adolescente, apesadumbrado por el abandono
de su padre, que se verá inmerso en una gran crisis debido a un terrible suceso con su hermana. Así pues, todo se derrumba sin remedio y, finalmente, salen a relucir todos los reproches
y el dolor acumulados; las crisis de la hermana son cada vez más intensas y frecuentes y su frágil mundo se derrumba. Como una alegoría del hilo que los une, todo estalla en una tormenta. Ya no hay
más remedio, la hermana debe ser internada, ha perdido a su Dios, le espera la realidad clínica de su internamiento.Pero no todo
está perdido, todavía es posible la salvación. Al final del metraje descubrimos a través del padre que todavía
queda algo a lo que poder aferrarnos: El amor. Hemos perdido a Dios, al terrible
"Dios araña", pero hemos
encontrado el amor como fuerza vital a la que poder asirnos.
"Los comulgantes" es la segunda
parte de la trilogía sobre el silencio de Dios, y tiene la particularidad de
que en ella Bergman trata directamente la ausencia de Dios desde el prisma de
la religión y sus sacerdotes. El protagonista es Thomas, en el cual a lo largo
de la película vamos vislumbrando las dudas existenciales que le generan el
hecho de tener que oficiar y ejercer un ministerio sobre el que ya no existe la
piedra angular que lo sostiene y le dota de sentido. Dios ya no está presente
mas que en las imágenes religiosas, en los ritos, en definitiva, en las
costumbres adquiridas por la rutina. Thomas sufre, porque ya ni siquiera es
capaz de amar; ha muerto el amor de su vida que fue su mujer y el resto de
relaciones no le colman. Se siente estéril en su vida, en su labor. Los
creyentes cada vez son menos, hay un mundo de progreso que es ajeno a la
palabra de Cristo; Sus sermones no alcanzan a los feligreses que acuden a misa,
comulgan y oran mecánicamente; y a los verdaderamente tribulados y faltos de
consuelo, él ya no puede ayudarles ni ofrecerles un motivo para seguir
viviendo. Entonces, en el cenit de la película, se produce una tragedia: Un
suicidio, y Thomas tiene que afrontar el terrible hecho de que no sólo no ha
podido evitarlo sino que es rechazado en cualquier intento de ayuda y consuelo
por parte de la viuda.

Es
indudable que hay un reflejo físico del sufrimiento y desasosiego de Thomas
en su febril catarro que va in crescendo según avanza la película. Pero algo ocurre: Sostiene una conversación crucial con un feligrés, un acólito, que
ayuda al clérigo en las labores de su oficio y que hace tiempo
quedó maltrecho por un accidente ferroviario. Le recuerda éste la soledad de Cristo en la cruz y le hace ver que, sin duda, ese debió
de ser el punto álgido de su sufrimiento. Pues qué fue el Via Crucis sino una pasión breve de a lo sumo unas cuantas horas; nada comparable con los intensos dolores crónicos que él lleva sufriendo durante años. El sufrimiento físico de Cristo, le dice, no es nada comparado con
los que siente él. No, debió de ser pues de otro modo. El sufrimiento del que
hablan las escrituras, no pudo ser otra cosa que soledad e incomprensión; y,
pese a todo, el hijo de Dios derramó su sangre por nosotros. Ese es su hallazgo
y la fuerza vital a la que ahora se aferra Thomas, la Palabra… ¡Existe la
Palabra! Y él seguirá difundiéndola aunque se vacíen los templos y resulte
absurda en el mundo en el que vive.
La
tercera parte de la trilogía es “El
silencio”. Donde finalmente se hace patente del todo la desnudez humana; ya
no quedan dioses a los que aferrarse y su rastro lo acabamos perdiendo del todo
en “Los comulgantes”. Ahora ya ni siquiera queda la palabra.
La
acción transcurre en un ficticio país extranjero. Dos mujeres, dos hermanas, Ester
y Anna, y un niño, Johann, él hijo y sobrino de ellas respectivamente, arriban
a un país en el que nadie habla su idioma. Es un país moderno, alejado de la
pequeña comunidad rural de “Los comulgantes” o la soledad idílica de “Como en
un espejo”. No. Es una ciudad bulliciosa, un hervidero de gente en la que ha
desaparecido la individualidad: Sólo hay masas. Las mujeres se hospedan en un
hotel, en habitaciones contiguas y pronto averiguamos más detalles sobre ellas; la
vida de Ester es la palabra, ella es traductora, y al igual que el reverendo Thomas le une
un vínculo especial con el lenguaje. Sin embargo, Ana es totalmente sorda a la palabra,
no le interesa. Ella personifica toda la incomprensión que se sugiere en el
aura de la película; en un momento le espeta a su amante: “Es una suerte que no podamos entendernos”. La convivencia es tensa y se agrava con una crisis existencial de Ester; parece que se está muriendo sin que tal cosa llegue a afectar a Anna. Sólo a un empleado del hotel parece importarle, es
el único que se apiada y permanece junto a su cabecera en la cama produciéndose
así el extraño hecho de que sea un extraño que no habla su idioma, con el que
no puede intercambiar palabras, quien la compadezca y la comprenda. La
comprensión ha ido a surgir donde no había entendimiento y viceversa. Así pues, de
Dios ya no queda rastro, tan sólo una reminiscencia en un concierto de Bach -omnipresente en toda la trilogía- que se emite por la radio;
tampoco hay rastro de amor, tan sólo sexo sórdido y autocomplacencia; y de la
palabra, al final del metraje, no queda nada; pues Anna ahoga cualquier
intento de comunicación y acercamiento de su hermana.
Sin remedio, al
final de la trilogía el hombre lo ha perdido todo, se ha quedado a solas con su
silencio y su angustia, enfrentado a su vacío; y Bergman parece lanzarnos la pregunta que sugiere el poeta Stefan
George: ¿Ahora qué? ¿"Qué es lo que queda
cuando la palabra quiebra"? ¿A qué te vas a aferrar ahora?
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