Los asuntos que subyacen en este tema tienen tantos aspectos, que en esta
conferencia no vamos a poder decir mucho. Por lo demás, la conferencia
sólo puede tener la finalidad de convertirse en motivo para una discusión.
Y ésta, a su vez, no tiene por fin informar e instruir, sino enseñar, es
decir, dejar aprender. El enseñar es más difícil que el aprender. Quien de
verdad enseña, sólo aventaja a sus discípulos en que tiene que aprender
aún mucho más que ellos, es decir, tiene que aprender a dejar aprender.
(Aprender: el poner nuestras acciones y omisiones en correspondencia con
aquello que se nos dice en lo que respecta a lo esencial.)
El título de la conferencia: “Lenguaje tradicional y lenguaje técnico”,
puede extrañar. Pero también tiene la función de hacerlo, con el fin de
indicar que los nombres que aparecen en el título (lenguaje, técnica,
tradición) se refieren a aquello para lo que todavía carecemos de
determinaciones suficientes. ¿Suficientes en qué aspecto? En el aspecto de
que, al repensar en profundidad los mencionados conceptos, hagamos
experiencia de aquello que hoy es, que concierne a nuestra
existencia, que la amenaza y que la urge. Esta experiencia es necesaria.
Pues si frente a lo que es, nos posicionamos ciegamente, y
permanecemos rígidamente afectos a las representaciones habituales sobre
la técnica y el lenguaje, sustraeríamos o recortaríamos a la escuela (a lo
que es la tarea y el trabajo de ésta) la fuerza de determinar, que le
compete.
Cuando decimos “la escuela”, nos estamos refiriendo aquí a todo el sistema
educativo, desde la escuela primaria hasta la universidad. Ésta última es
quizá hoy la escuela más anquilosada, más retrasada en su estructura. Su
nombre “Universidad” es algo que sólo se arrastra ya fantasmalmente como
una pseudodenominación. Correspondientemente, también la denominación de
“escuela profesional” queda por detrás y a la zaga de aquello a lo que el
trabajo de ese tipo de escuela se refiere en la época industrial. También
puede dudarse de si los nombres de escuela, de formación profesional, de
formación general, o simplemente de formación, atinan todavía con aquello
a que ha dado lugar la época de la técnica. Pero se podría replicar: ¿Qué
importan los nombres? De lo que se trata es de aquello a que esos nombres
se refieren. Ciertamente. Pero, ¿cómo podría ser ello, si resultase que
para nosotros ni hay cosa, ni relación suficiente con la cosa, sin un
lenguaje que le corresponda, y si, a la inversa, tampoco hubiera auténtico
lenguaje sin una correcta relación con la cosa? Incluso en los casos en
que damos con lo inexpresable, podemos decir que sólo lo hay en cuanto que
la significatividad del lenguaje nos lleva a, y nos pone en, los propios
límites del lenguaje. También este límite es algo lingüístico y encierra
en sí la relación de la palabra con la cosa.
Por tanto, no es indiferente lo que los nombres “técnica”, “lenguaje” y
“tradición” nos dicen, cómo los oímos, el que desde ellos nos hable o no
lo que hoy es, es decir, lo que mañana nos alcanzará y ayer ya nos
concernía. Por eso vamos a intentar algo atrevido, vamos a intentar una
incitación a la meditación. Y ¿por qué algo “atrevido”? Porque meditación
va a significar aquí: despertar el sentido para lo inútil. Y en un mundo
en el que sólo tiene ya valor lo inmediatamente útil, que sólo se endereza
ya a potenciar necesidades y el consumo que las satisfaga, una referencia
a lo inútil representaría enseguida hablar en vacío. Un prestigioso
sociólogo americano, David Riesmann, en su libro La muchedumbre
solitaria
señala que en la moderna sociedad industrial, con el fin de asegurar la
consistencia de ésta, el potencial de consumo tiene que ir por delante del
potencial de dominar las materias primas y del potencial de trabajo. Pues
bien, las necesidades se determinan por aquello que se tiene por
inmediatamente útil. Y, ¿qué podría entonces lo inútil frente a este
predominio de lo útil y utilizable? Inútil en la forma de que de ello no
se sigue directamente nada en la práctica, lo es el sentido de la cosas.
Por eso la meditación que busca indagar ese sentido, no arroja ninguna
utilidad práctica, pero el sentido de las cosas es, sin embargo, lo más
necesario. Pues sin ese sentido incluso lo útil permanecería sin sentido
y, por tanto, ya no sería útil. En lugar de discutir y responder
directamente a esta cuestión, oigamos un texto de los escritos del viejo
pensador chino Dschuang‑Dsï,
un discípulo de Lao‑Tse:
El árbol inútil
Hui‑Dsï habló a Dschuang‑Dsï y le dijo:
“Tengo un árbol grande, la gente
lo llama el árbol de los dioses. Tiene un tronco y unas ramas tan nudosos
y retorcidos, que no se los puede podar conforme a pauta alguna. Sus ramas
son tan curvas y están tan enredadas que no se lo puede trabajar conforme
a compás y escuadra. Está en el camino, pero ningún carpintero le hace
caso. Así son vuestras palabras, oh señor, grandes e inútiles, y todos se
muestran unánimes en pasar de ellas”.
Dschuang‑Dsï respondió así: “¿No habéis visto nunca una marta, esperando
con encogido cuerpo a que algo pase, salta de una viga a otra y no teme
dar grandes saltos hasta que cae en una trampa o queda cogida en un lazo?
Pero también existe el yack. Es grande como una nube de tormenta; se le ve
poderoso, pero ciertamente no puede cazar ratones. Tenéis un gran árbol y
os lamentáis de que no sirva para nada. ¿Por qué no lo replantáis en un
erial o en un gran campo vacío? Podríais pasear a su vera como descanso o
dormir ociosamente bajo sus ramas. El hacha no le daría prematuramente fin
y nadie le causaría daño.
Que algo no valga para nada: ¿por qué habría uno de preocuparse de ello?”
Dos textos similares se encuentran con algunas variantes en otro pasaje
del escrito “El verdadero libro del país de las flores del sur”. Ambos nos
brindan la misma idea: no hay que preocuparse por lo inútil. En virtud de
su inutilidad viene a cobrar algo de intocable y duradero. Por eso es un
error aplicar a lo inútil el criterio de la utilidad. Lo inútil, por no
poderse hacer nada con ello, tiene su propia grandeza y poder
determinante. Inútil de esta forma es el sentido de las cosas.
Así pues, si intentamos una meditación sobre las cosas y asuntos a que nos
referimos con los nombres de “técnica”, “lenguaje” y “tradición”, e
incluso nos atrevemos a ello, tal intento no puede tener directamente el
sentido de esa clase de consideraciones que son habituales en un curso de
didáctica, y que tienen por fin contribuir a organizar la práctica de la
enseñanza. Y sin
embargo, el penetrar en lo inútil puede abrirnos una perspectiva, puede
abrirnos un círculo de visión que determine de forma constante y en todos
sitios las consideraciones de tipo pedagógico‑práctico, aun cuando no
reparemos en ello, ni sea esa nuestra principal preocupación.
La tentativa que ahora emprendemos de una meditación acerca de lo que son
la “técnica”, el “lenguaje” y la “tradición”, cada uno de por sí, y
tomados en conexión, parece tener de entrada el aspecto de una
determinación más exacta de los correspondientes conceptos. Sólo que la
meditación y reconsideración exigen más, a saber: exigen operar por vía de
repensarlas una transmutación de las ideas que habitualmente nos hacemos
de las mencionadas cosas. Esta transformación de nuestro pensamiento no
sucede con miras a una “filosofía” particular, ni para embutir nada en
ella. Resulta del esfuerzo de corresponder, tanto en nuestro pensamiento
como al emplear palabras básicas tales como “técnica”, “lenguaje” y
“tradición”, a aquello que hoy es. Pero en una única conferencia se
puede discutir muy poco, se puede poner muy poco en su sitio, aunque eso
poco quizá sí quepa seleccionarlo de forma apropiada. El procedimiento va
a ser sencillo. Comentaremos primero las ideas habituales que tenemos de
técnica, lenguaje y tradición. Nos preguntaremos después en qué medida
estas ideas bastan a aquello que hoy es. Finalmente, trataremos de
obtener de esas discusiones una idea acerca de lo que el extraño título de
la conferencia quiere decir. Pues manifiestamente, el título se refiere a
una cierta contraposición de dos formas de lenguaje. Y enseguida hay que
preguntarse de qué tipo de contraposición se trata, en qué dominio opera,
cómo concierne a nuestra existencia.
Mucho de lo que diremos a continuación, les resultará a ustedes conocido.
Pese a lo cual en el campo de la meditación y la reconsideración, en el
campo del preguntar reconsiderativo, en el campo del preguntar sobre lo
que ya creíamos saber, nunca hay nada conocido. Todo lo que parece
conocido se convierte al punto en cuestionable, es decir, en repensable.
En nuestra conferencia vamos a dar más espacio a la técnica porque la
técnica (si entendemos bien lo que queremos decir con ese nombre) domina
el entero ámbito de nuestra meditación y reconsideración. Cuando hablamos
hoy de la técnica pensamos en la moderna técnica de las máquinas que
caracteriza a la era industrial. Pero mientras tanto tal caracterización
se ha vuelto ya inexacta. Pues dentro de la era industrial moderna pueden
señalarse una primera y una segunda revolución técnicas. La primera
consiste en el tránsito desde la técnica artesanal y la manufactura a una
técnica de máquinas caracterizadas por la automoción. La segunda
revolución técnica podemos verla en la aparición y en el irresistible
avance de la mayor “automación” posible, cuyo rasgo básico viene
determinado por la técnica de los reguladores y de la regulación o
control, por la cibernética. A qué se refiere en ambos casos el nombre de
técnica, no es algo que esté claro sin más. Técnica puede significar: el
conjunto de las máquinas y aparatos de que disponemos, sólo como objetos
existentes y disponibles o como objetos en funcionamiento. Técnica puede
querer decir: la fabricación de esos objetos, a la cual fabricación
anteceden el proyecto y el cálculo. Técnica puede querer decir también: la
copertenencia de lo que acabamos de enumerar junto con los hombres y
grupos humanos que trabajan en la construcción, producción, montaje,
utilización y vigilancia de todo el complejo de máquinas y aparatos. Sin
embargo, qué sea la técnica así descrita con trazos tan gruesos, es algo
que no obtenemos sin más de estas indicaciones. Pero (al menos con cierta
aproximación) quedará amojonado el campo de que hablamos si ahora
intentamos en una secuencia de cinco tesis fijar las ideas que hoy
resultan determinantes acerca de la técnica moderna.
Enumeremos primero las tesis. Pero en la explicación de ellas no nos
atendremos a este orden, sino que las comentaremos partiendo de las
relaciones que guardan entre sí en el conjunto que forman.
La idea corriente de técnica viene a decir que,
(1) La técnica moderna es un medio ideado y fabricado por el hombre, es
decir, un instrumento para la realización de fines que el hombre se
propone, de objetivos de tipo industrial en el sentido más lato.
(2) La técnica moderna, en tanto que tal instrumento, consiste en una
aplicación práctica de la moderna ciencia de la naturaleza.
(3) La técnica industrial basada en la ciencia moderna no es sino una
esfera especial dentro del contexto de la cultura moderna.
(4) La técnica moderna es resultado de un desarrollo continuo y
progresivamente ascendente de la vieja técnica artesanal conforme a las
posibilidades ofrecidas por la civilización moderna.
(5) La técnica moderna, en tanto que instrumento humano tal como la hemos
caracterizado, exige que también quede bajo control humano, que el hombre
quede a su altura y pueda dominarla como con algo producido por él.
Nadie puede discutir la corrección de estas tesis sobre la técnica
moderna. Pues cada uno de estos enunciados puede confirmarse recurriendo a
hechos. Pero sí cabe preguntarse si tal corrección acierta con lo más
propio de la técnica moderna, es decir, con aquello que la define y
determina de antemano y de parte a parte. Lo propio de la técnica moderna,
y no otra cosa es lo que andamos buscando, habrá de permitirnos reconocer
en qué medida (es decir, si y cómo) guardan relación entre sí lo que esas
cinco tesis enuncian.
Ciertamente, en las tesis aducidas muéstrase ya a la mirada atenta que las
ideas corrientes acerca de la técnica moderna se agavillan en torno a un
rasgo básico. Ese rasgo puede caracterizarse apelando a dos momentos que
se remiten el uno al otro:
La técnica moderna se considera, al igual que toda técnica anterior, algo
humano, algo inventado, ejecutado, desarrollado, dirigido y asegurado por
el hombre para el hombre. Para confirmar a la técnica moderna este su
carácter antropológico, basta señalar que esa técnica se funda en la
moderna ciencia de la naturaleza. La ciencia la entendemos como tarea y
obra del hombre. En un sentido más amplio y comprensivo, lo mismo puede
decirse de la cultura, no consistiendo la técnica sino en un ámbito
particular de ella. La cultura a su vez tiene por meta el desarrollo y la
protección de la humanidad del hombre, de su humanitas. Y es aquí
donde tiene su campo la muy debatida cuestión de si en general, y (si la
respuesta es afirmativa) en qué sentido, la formación técnica y, por
tanto, la técnica misma, contribuyen en algo a la formación y cultivo de
esa humanitas, o por el contrario, la ponen en peligro y la
sumergen en la confusión.
Con la idea antropológica de la técnica viene puesto a la vez el otro
momento. Lo llamamos el momento instrumental. La palabra latina
instruere quiere decir: acomodar las cosas unas en otras y unas sobre
otras, levantar, ordenar, disponer adecuadamente. El instrumentum
es el aparato y utensilio, medio con que nos ayudamos y medio con que
promovemos, medio en general. La técnica se considera algo que el hombre
maneja, con lo que el hombre anda arriba y abajo, de lo que el hombre hace
uso, con la intención de obtener algún provecho. La idea instrumental de
técnica permite abarcar y enjuiciar de forma unitaria y de un modo
convincente la historia de la técnica considerándola en el conjunto de su
evolución. Y conforme a esto, desde la perspectiva de la idea
antropológico‑instrumental de la técnica se puede afirmar con un cierto
derecho que entre el hacha de piedra y el producto más reciente de la
técnica, el “telstar”, no se da en el fondo ninguna diferencia esencial.
Ambos son instrumentos, medios fabricados para determinados fines. El que
el hacha de piedra sea un utensilio primitivo y el “telstar” un aparato
altamente complejo y sofisticado, significa, ciertamente, una considerable
diferencia gradual, pero ello nada cambia en su carácter instrumental, es
decir, en su carácter técnico. El primero, el hacha de piedra, sirve para
cortar y para desbastar cuerpos menos duros que encontramos en la
naturaleza. El segundo, el satélite televisivo, sirve como punto de
conexión para un intercambio transatlántico directo de programas de
televisión. Sin embargo, no faltará quién se apresure a decir que la
considerable diferencia entre ambos instrumentos apenas permite ya seguir
comparando ambos instrumentos entre sí, a no ser que nos contentemos con
decir que ambos coinciden en su carácter instrumental, concebido éste en
términos sumamente generales y vacíos. Pero con ello se está admitiendo
que el carácter de lo instrumental no basta para determinar lo propio de
la técnica moderna y de sus productos. No obstante lo cual, la idea
antropológico‑instrumental de técnica resulta tan fácil de entender y, por
eso mismo, tan tenaz, que la innegable diversidad de ambos instrumentos se
la explica apelando al formidable progreso de la técnica moderna. Pero la
idea antropológico‑instrumental de técnica no sólo resulta dominante
porque sea la que empiece imponiéndosenos como obvia, sino también porque
es correcta en su ámbito. Esa corrección se ve además reforzada y
consolidada porque esa representación antropológica no sólo determina la
interpretación de la técnica, sino que penetra también en todos los
ámbitos como forma predominante de pensar. Tanto menos posible será, pues,
objetar directamente algo contra la corrección de la idea
antropológico‑instrumental de la técnica. Y aunque ése fuese el caso [es
decir, aunque directamente no fuese posible objetar mucho contra ella
MJR], con ello no habríamos aclarado todavía nada en lo que respecta a
nuestra pregunta por la técnica. Pues lo correcto no es aún lo verdadero,
es decir, aquello que nos muestra y que guarda lo más propio de una cosa.
Ahora bien, ¿cómo podremos lograr acceder a lo más propio de la técnica
moderna? ¿Cómo podemos repensar transmutándola la idea corriente que se
tiene de la técnica moderna? Es claro que eso sólo podremos lograrlo si
desde aquello que hoy es, logramos ponernos a la vista lo que
llamamos técnica moderna.
Un transmutar repensándola una idea tan decisiva desde la perspectiva que
hemos señalado, habrá de contentarse, sin embargo, con quedarse en una
sospecha, en una suposición; pero se trata de una sospecha, barrunto o
suposición que, incluso como tal, representa un desafío a la forma
habitual de pensar.
Para llegar a realizar tal propósito por el camino adecuado es menester
antes una breve reflexión sobre la palabra “técnica”. La forma
predominante de pensar considera que la reflexión sobre el término que
nombra a una cosa, es algo puramente externo y, por tanto, superfluo, lo
cual, empero, no es razón suficiente para tener en poco tal reflexión o
incluso para omitirla.
La palabra “técnica” deriva del griego technikón. Y technikón significa lo
perteneciente a la téchne. Esta palabra significa ya en la lengua griega
temprana lo mismo que epistéme, es decir, estar al frente de algo,
gobernarlo, manejarlo, entenderlo. Téchne significa: entenderse en algo,
tener práctica en algo y, por cierto, en la fabricación de algo. Pero para
entender cabalmente la téchne tal como los griegos la piensan, lo mismo
que para entender adecuadamente la técnica posterior y la técnica moderna,
todo depende de que pensemos la palabra griega en su sentido griego y
evitemos introducir en ellas ideas posteriores y actuales. Téchne: el
entenderse en, el arreglárselas en, el tener práctica en el fabricar. Este
entenderse‑en, tener‑práctica‑en, es una especie de conocimiento, de
estar‑en‑algo y de saber. El rasgo fundamental del conocimiento radica
según la experiencia griega, en el abrir trayendo algo a luz, en el hacer
manifiesto aquello que está presente ahí‑delante. E igualmente, el
fabricar y el producir, entendido como lo entendían los griegos, no
significa tanto poner a punto, manipular y operar, sino lo que nuestra
palabra alemana “herstellen” [y el término latino “producere”, MJR]
literalmente dicen: pro-ducere, es decir, sacar y traer a luz algo
que antes no estaba ahí como presente.
Dicho de forma breve y sumaria: téchne no es un concepto concerniente al
hacer, sino un concepto concerniente al saber. Téchne y, por tanto,
técnica significan propiamente: que algo es traído a lo manifiesto, a lo
accesible, y al ámbito de lo disponible, dejándolo en pie en cuanto
presente en el sitio que le toca. Pero en cuanto que en la técnica domina
como rasgo básico el saber, la técnica ofrece por sí misma la posibilidad
de (y la invitación a) que ese saber que le es propio cobre una
configuración y desarrollo asimismo propios, tan pronto como se desarrolla
y ofrece la ciencia que le es correspondiente. Esto sucede, y en el
decurso de toda la historia humana sólo sucede, dentro de la historia del
occidente europeo, al principio, o mejor dicho, como principio de aquella
época que llamamos Edad Moderna.
Por eso, reflexionamos ahora sobre la función y el carácter de la ciencia
moderna de la naturaleza dentro de la técnica moderna intentando poner
ante nuestra vista lo propio de la técnica moderna desde aquello que hoy
es. El otro fenómeno que salta a la vista junto con el
sobresaliente papel de la ciencia natural moderna, es el incontenible
dominio de la técnica moderna. Presumiblemente, ambos fenómenos van juntos
porque tienen el mismo origen.
En el sentido de la idea antropológico‑instrumental de la técnica moderna
ésta puede considerarse una aplicación práctica de la ciencia moderna de
la naturaleza. Sin embargo, tanto por el lado de los físicos, como también
por el lado de los técnicos, se multiplican las voces que tienen por
insuficiente esa caracterización de la técnica moderna como ciencia
aplicada de la naturaleza. En lugar de eso se habla ahora de un “mutuo
apoyo” en la relación entre ciencia de la naturaleza y técnica
(Heisenberg). Sobre todo la física nuclear se ve llevada a una situación
que conduce a constataciones desconcertantes como es, por ejemplo, que el
dispositivo técnico empleado por el observador en el experimento
codetermina qué resulta accesible y qué no resulta accesible en el átomo,
es decir, en los fenómenos o manifestaciones de éste. Pero esto no quiere
decir nada menos que: la técnica es codeterminante en el conocimiento. Y
la técnica sólo puede serlo si lo más propio de ella es algo que tiene en
sí carácter de conocimiento. Y sin embargo, no se suele llegar tan lejos
al pensar las cosas, sino que solemos contentarnos con la constatación de
una relación de reciprocidad entre la ciencia de la naturaleza y la
técnica. Se les llama “mellizas”, con lo cual no se está diciendo nada
mientras no se piense ese su origen común. Con la referencia a esa
relación de reciprocidad de ambas quedamos, ciertamente, más cerca de la
cosa, pero de suerte que es precisamente entonces cuando ésta se vuelve
enigmática y, por tanto, digna de que nos preguntemos por ella. Una
relación de reciprocidad entre ciencia natural y técnica sólo puede darse
si ambas están a un mismo nivel, si ni la ciencia es sólo el fundamento de
la técnica, ni tampoco la técnica es sólo la aplicación de la ciencia. El
rojo y el verde son iguales en cuanto que entre sí concuerdan en lo
tocante a lo mismo, a saber, en que son genuinamente colores.
Pero, ¿qué es entonces aquello en que la ciencia moderna de la naturaleza
y la técnica moderna concuerdan siendo de esta forma lo mismo? ¿Qué es lo
propio y genuino de ambas? Para traer y poner esto ante nuestra vista, al
menos de forma aproximada, es menester reflexionar sobre lo nuevo de la
ciencia moderna de la naturaleza. Ésta de forma más o menos consciente
viene determinada por la siguiente pregunta que le sirve de hilo
conductor: ¿cómo hay que proyectar de antemano la naturaleza como ámbito
objetual [como ámbito de conocimiento MJR] para que los procesos naturales
resulten de antemano susceptibles de cálculo? Esta pregunta encierra dos
cosas: por un lado una decisión acerca del carácter de la realidad de la
naturaleza. Max Planck, el fundador de la física cuántica, expresó esta
decisión con una frase muy breve: “Es real lo que puede medirse”. Sólo lo
que de antemano es susceptible de cálculo y medición, sólo lo que ya de
entrada resulta abordable en términos de cálculo, puede considerarse ente.
Además la pregunta rectora de la ciencia de la naturaleza incluye el
principio del primado del método, es decir, del primado del procedimiento
sobre aquello que en tal proceder contra la naturaleza, es decir, que en
tal procedimiento, queda asegurado como un objeto susceptible de
determinarse y someterse a comprobación. Un rasgo característico de este
procedimiento es que en la física teórica el principio de no contradicción
de los enunciados y la simetría de las ecuaciones se consideran de
antemano determinantes. Mediante la proyección matemática de la
naturaleza, que la física teórica efectúa, y mediante una inquisición
experimental adecuada a esa proyección, la naturaleza es desafiada a
responder, se le exige, por así decir, que dé razón de sí en determinados
aspectos. A la naturaleza se la pone por así decir en la perspectiva de un
haber de mostrarse en una objetualidad u objetividad susceptible de
cálculo (Kant).
Ahora bien, precisamente este disponer y obligar a mostrarse por vía de
urgimiento y desafío es a la vez rasgo básico de la técnica moderna. La
técnica moderna exige a la naturaleza suministrar energía. Hay que hacer
aflorar esa energía, pro‑ducirla, volverla disponible. Este sacar a la luz
urgiendo, desafiando y volviendo disponible, que domina a toda la técnica
moderna, se despliega en diversas fases y formas relacionadas unas con
otras. La energía encerrada en la naturaleza se la hace salir a la luz, lo
así alumbrado es transformado, lo transformado reforzado, lo reforzado
almacenado, lo almacenado distribuido. Estas formas conforme a las que nos
aseguramos de la energía natural, son objeto de regulación y control,
regulación y control que a su vez hay que asegurar y afianzar.
Mediante lo dicho parece sugerirse por sí sola la idea de que la ciencia
moderna de la naturaleza, la consideración y descripción que hace de la
naturaleza obligándola a mostrarse en su objetualidad susceptible de
cálculo y medida, podría ser una modalidad de la técnica moderna. Entonces
habría que invertir la representación que habitualmente nos hacemos de la
relación entre la ciencia de la naturaleza y la técnica: no es la ciencia
de la naturaleza la base de la técnica sino la técnica moderna la
característica básica y sustentadora de la ciencia moderna de la
naturaleza. Aun cuando tal inversión se acerca más a la cosa, no atina sin
embargo con su núcleo. En lo que respecta a la relación entre ciencia
moderna y técnica moderna hay que tener presente que lo más propio de
ambas, su origen común, se oculta en aquello que hemos llamado disponer y
traer a la luz por vía de urgir, obligar y desafiar. Pero, ¿qué queremos
decir con esto, en qué consiste ello en realidad? Manifiestamente, se
trata de un hacer del hombre, de un proceder del hombre contra la
naturaleza por vía de hacerse representación de cosas y de fabricar cosas.
La interpretación de la técnica moderna que ahora hemos obtenido no sólo
confirma la idea antropológica de la técnica en el derecho que ésta tiene,
sino que la refuerza. ¿O es que lo que acabamos de señalar convierte en
enteramente cuestionable esa representación? Habremos de posponer la
respuesta hasta tanto no hayamos pensado el otro fenómeno de la técnica
moderna, a saber, lo incontenible de su dominación sin límites.
Ya las llamadas que han venido produciéndose hasta hace bien poco en el
sentido de que hay que dominar el curso de la técnica, de que hay que
ponerlo bajo control, testifican de forma bien clara que lo que aquí se
expresa es el temor de que en la técnica moderna pudiese hablar una
pretensión cuya imposición el hombre ni podría contenerla ni mucho menos
abarcarla en conjunto y dominarla. Pero mientras tanto (y esto es sobre
todo lo significativo) esas llamadas enmudecen poco a poco; lo que de
ningún modo quiere decir que el hombre se haya hecho ahora con las riendas
del curso de la técnica. Antes el silencio delata que el hombre, frente a
la pretensión de poder de la técnica se ve empujado al desconcierto y a la
impotencia, es decir, a la necesidad de tener que aceptar y afirmar, sea
de forma expresa o inexpresa, lo incontenible de la dominación de la
técnica. Pero si en tal afirmación o aceptación de lo ineludible uno se
atiene enteramente al contenido de la habitual representación instrumental
de la técnica, entonces ello no puede tener otra interpretación que la
siguiente: que se está asintiendo a la dominación ejercida por un proceso
que se limita a suministrar constantemente medios sin reparar en ningún
momento en ninguna posición de fines.
Pero mientras tanto hemos mostrado que la representación medio‑fin no
atina con lo más propio de la técnica. Lo más propio de ésta consiste en
que en ella se expresa la pretensión de desafiar a la naturaleza con
vistas a la obtención y aseguramiento de energía natural. Esta pretensión
es más potente que toda finalidad humana. Afirmarla no significa nada
menos que reconocer un misterio en el desarrollo y dominación de aquello
que hoy es; significa: corresponder a una pretensión que queda más allá
del hombre, de sus afanes y de sus planes. Lo más propio de la técnica
moderna no es algo meramente hecho por el hombre ni que esté en poder del
hombre. El propio hombre actual se ve él mismo provocado y desafiado por
la pretensión de provocar y desafiar a la naturaleza a que le suministre
energía. El hombre mismo se ve obligado, se ve solicitado a corresponder a
la mencionada pretensión.
Nos acercamos más al misterio de aquello que en nuestro mundo determinado
por la técnica hoy es en verdad, cuando simplemente reconocemos la
exigencia y pretensión que en lo propio de la técnica moderna vienen
dirigidas al hombre de provocar y desafiar a la naturaleza para que le
suministre energía, en lugar de escurrir el bulto ante esa exigencia y
pretensión mediante impotentes determinaciones de fines, tendentes sólo a
la salvaguarda de nuestra humanitas.
Y bien, ¿qué es lo que tiene que ver todo esto con el lenguaje? ¿En qué
medida es menester hablar del lenguaje del técnico, es decir, de un
lenguaje técnico determinado por lo más propio de la técnica? ¿Qué es el
lenguaje para que de una forma especial quede expuesto a la pretensión de
dominación de la técnica?
Desde antiguo se viene enseñando que el hombre, a diferencia de la planta
y del animal, es el ser capaz de hablar. Esta frase no solamente quiere
decir que el hombre junto a otras facultades, posea también la de hablar.
La frase quiere decir: es el lenguaje el que capacita al hombre para ser
precisamente ese ser vivo que el hombre es como hombre. El hombre es
hombre como hablante, o mejor, como el hablante. Pero, ¿quién o qué es el
hombre? Y, ¿qué quiere decir hablar? Basta simplemente mencionar estas dos
preguntas para reconocer que aquí se nos abre una inabarcable plétora de
cosas susceptibles de preguntarse. Pero más inquietante aún que toda esa
cantidad de cosas es la circunstancia de que de entrada se echa en falta
un hilo conductor fiable, siguiendo al cual las mencionadas preguntas se
volviesen susceptibles de un desarrollo acomodado a lo que contienen. Por
tanto, también en el caso del lenguaje, lo mismo que en el de la técnica,
vamos a empezar por las ideas habituales.
Hablar es: 1) una capacidad, actividad y obra del hombre.
Y es: 2) el empleo de los instrumentos de la fonación y del oído.
Hablar es: 3) expresar y participar uno los movimientos de su mente
dirigidos por pensamientos, con el fin de entenderse con los demás.
Hablar es: 4) la representación y exposición de lo real y de lo irreal.
Estas cuatro caracterizaciones del lenguaje, que consideradas en sí mismas
resultan todavía ambiguas, las asentó después Wilhelm v. Humboldt sobre
una base más sólida, definiendo así de forma mucho más comprensiva de qué
se trata en el lenguaje. Baste aducir una única cita de sus
consideraciones sobre el lenguaje:
“Cuando en el alma despierta verdaderamente el sentimiento de que el
lenguaje no es solamente un medio de intercambio para el entendimiento
mutuo, sino que es un verdadero mundo, que el espíritu, mediante el
trabajo interior de su fuerza, no tiene más remedio que poner entre sí y
los objetos, entonces es cuando el alma está en el verdadero camino de
descubrir cada vez más en él (en el lenguaje como mundo) y de poner cada
vez más en él”.
Esta cita de Humboldt contiene una afirmación positiva y otra negativa. La
positiva dice: toda lengua es una manera de ver el mundo, a saber, la
manera que tiene de ver el mundo el pueblo que habla esa lengua. El
lenguaje es el mundo intermedio entre el espíritu del hombre y los
objetos. El lenguaje es expresión de ese “entre” de sujeto y objeto. Sólo
recientemente se ha vuelto efectiva dentro de la lingüística y la teoría
literaria esta decisiva idea de Humboldt acerca del lenguaje. Me remito a
los estudios de Leo Weisgerber y de su escuela, al igual que al importante
libro del que fue ministro de educación Gerhard Storz “Sprache und
Dichtung” (1957).
La afirmación negativa en la cita de Wilhelm v. Humboldt acentúa que el
lenguaje no es un simple medio de intercambio y de entendimiento. Ahora
bien, precisamente esta manera habitual de ver el lenguaje experimenta
mediante la dominación de la técnica moderna no sólo una nueva
revitalización, sino también una consolidación y auge unilateral, que la
ha llevado hasta el extremo. Esa idea se condensa hoy en la frase: el
lenguaje es información.
Pues bien, cabría pensar que la interpretación técnica del lenguaje como
medio de comunicación y de transmisión de información puede considerarse
natural y obvia habida cuenta de que la técnica se entiende a sí misma
como medio y de que, por tanto, tiene que representarse todo conforme a
ese aspecto. Pero a la luz de lo que hemos logrado poner en claro hasta
aquí acerca de lo propio de la técnica y del lenguaje, esta explicación se
queda en la superficie. En vez de eso hemos de preguntarnos: ¿en qué
medida en esta redefinición o reacuñación por la que el lenguaje queda
convertido en pura información se expresa también, o se expresa
señaladamente, lo propio de la técnica moderna, a saber, que esa técnica
desafía y provoca al hombre a poner a punto y asegurar energía natural, es
decir, lo pone a ello? ¿Y en qué medida es el propio lenguaje quien ofrece
la superficie de ataque para, y la posibilidad de, esa reacuñación del
lenguaje por la que éste queda convertido en lenguaje técnico, es decir,
en información?
Para dar siquiera un bosquejo de respuesta a esta cuestión, son menester
dos cosas: primero es preciso determinar suficientemente lo propio del
lenguaje, es decir, aquello que el hablar del hombre propiamente es.
Segundo, hay que delimitar con suficiente exactitud qué quiere decir
información en sentido estrictamente técnico.
Aun cuando la interpretación que Wilhelm v. Humboldt hace del lenguaje
como una visión del mundo aporta una fructífera idea, esa idea deja empero
indeterminado qué es lo propio del lenguaje, qué es el hablar mismo. Por
razones cuya discusión hemos de omitir aquí Wilhelm v. Humboldt se queda
en una caracterización del lenguaje como expresión, es decir, como
expresión de algo interior, esto es, de la mente o del ánimo, mediante
algo externo (mediante la fonación y la escritura).
Pero hablar es propiamente decir. Alguien habla sin parar y su hablar no
dice nada. En cambio, un silencio puede ser muy elocuente. Pero, ¿qué
significa “decir”? Lo averiguamos y hacemos experiencia de ello cuando
prestamos atención a lo que nuestra propia lengua nos da a pensar con esa
palabra ... “Decir” trae su origen de “deik”, que vale tanto como
“mostrar”. Y ¿qué significa “mostrar”? Significa: hacer ver o hacer
escuchar algo, hacer que algo se deje ver, se ofrezca a la vista,
aparezca. Lo no dicho es lo todavía no mostrado, lo que todavía no ha
llegado a aparecer. Mediante el decir viene a aparecer lo presente, en su
“que es presente” y en su modo de serlo; pero en el decir viene también a
aparecer lo ausente como ausente. Ahora bien, el hombre sólo puede decir,
esto es, mostrar, esto es, dejar aparecer, aquello que se muestra a sí
mismo, que se muestra desde sí, se descubre, se da ello solo a decir.
Pues bien, el decir en tanto que mostrar, podemos también representárnoslo
y efectuarlo de modo que mostrar sólo signifique: producir signos, hacer
señales, Zeichen geben. El signo se convierte entonces en aviso y
noticia de algo que en sí mismo no se muestra. Un ruido que suena, una luz
que se enciende un instante, no son, tomados en sí mismos, signo alguno.
Sólo se los produce y emplea como signos cuando antes se ha convenido, es
decir, se ha dicho qué es lo que han de significar. Pensemos en los signos
del alfabeto Morse, que se limitan a punto y raya, cuyo número y
disposición queda en correspondencia con los signos fónicos que utilizamos
al hablar. El signo individual sólo puede constar en cada caso de una de
dos formas, el punto o la raya. Tiene lugar, por tanto, una reducción de
la secuencia de signos a una secuencia de decisiones si/no, para cuya
obtención se emplean máquinas, cuyas secuencias de corriente y golpes de
corriente reproducen el esquema de la previa asignación abstracta de
signos suministrando los correspondientes mensajes. Pero para que sea
posible tal tipo de transmisión de mensajes y noticias, cada signo tiene
que venir unívocamente definido; e igualmente, cada una de sus
combinaciones tiene que significar unívocamente un determinado enunciado.
El único carácter del lenguaje, que permanece en este lenguaje reducido a
información, es la forma abstracta de la escritura, que queda aquí
retraducida a las fórmulas de un cálculo lógico. La univocidad de los
signos y fórmulas, que en tal cálculo necesariamente se exige, asegura la
posibilidad de una comunicación segura y rápida.
En los principios tecno‑calculadores de esta transformación del lenguaje
por la que el lenguaje como “decir” queda convertido en lenguaje como un
notificar por vía de tal producción formal de signos, descansa la
estructura y modo de operar de los grandes ordenadores y de los grandes
centros de cálculo. Lo decisivo para nuestra meditación y reconsideración
radica en que son las posibilidades técnicas de la máquina las que
prescriben cómo el lenguaje puede y debe ser todavía lenguaje. Forma y
carácter del lenguaje se determinan conforme a las posibilidades técnicas
de la producción formal de signos, la cual efectúa con la mayor celeridad
posible una secuencia de continuas decisiones si/no. Qué programas se dan
a la calculadora, con qué programas, como suele decirse, se la alimenta,
es cosa que depende de la estructura y capacidad de rendimiento de la
máquina. La forma del lenguaje viene determinada por la técnica. Pero, ¿no
es verdad también lo inverso?, ¿no se orienta la estructura de la máquina
por tareas lingüísticas, como es, por ejemplo, la tarea de traducir? Pero
aun así las tareas lingüísticas vendrían de antemano y por principio
ligadas a la máquina, que en todas partes exige la univocidad de los
signos y de las secuencias de signos. De ahí que por principio una poesía
sea algo que no puede programarse.
Con la incondicional dominación de la técnica moderna se acrecienta el
poder (tanto en orden a pretensión como en orden a resultados) del
lenguaje técnico enderezado a la mayor amplitud posible de la información.
Y porque el lenguaje técnico discurre en sistemas formalizados de toma de
contacto y producción de signos en el sentido indicado, el lenguaje
técnico es el ataque más agudo y amenazador contra lo propio del lenguaje:
contra el decir, mostrar y hacer aparecer lo presente y lo ausente, lo
real en el sentido más lato.
Pero en cuanto que la relación del hombre, tanto con el ente que lo
envuelve y sustenta, como también con el ente que él mismo es, descansa
en el dejar aparecer, en el “decir” con fonación o sin ella, la agresión
del lenguaje técnico a lo propio del lenguaje representa a la vez una
amenaza para el ser más propio del hombre.
Pero si en el sentido de la dominación de la técnica, una dominación que
todo lo determina, se considera la información como forma suprema del
lenguaje a causa de la univocidad, de la seguridad y de la celeridad del
suministro de noticias e instrucciones, ello ha de tener también por
consecuencia una correspondiente concepción de ser del hombre y de la vida
humana. Así, leemos en Norbert Wiener, uno de los fundadores de la
cibernética, es decir, de la disciplina de la técnica moderna, que más
lejos va: “Ver todo el mundo e impartir ordenes a todo el mundo, es casi
lo mismo que estar en todas partes” (Mensch und Menschmaschine,
pág. 95). Y en otro lugar: “Vivir activamente, vida activa, significa
vivir con la información adecuada” (loc. cit., pág. 114).
En la perspectiva de la idea que la teoría de la información proyecta
acerca del lenguaje y acerca del hombre, una actividad como es el
aprendizaje no tiene más remedio que ser interpretada también
técnicamente. Y así, escribe Nobert Wiener: “Aprender es esencialmente una
forma de conexión retroalimentativa, en la que el esquema comportamental
queda modificado por la experiencia que se ha producido” (loc. cit., pág.
63). “La retroalimentación es ... una característica muy general de las
formas de comportamiento” (ibid.) “La retroalimentación es el control y
regulación de un sistema mediante la reintroducción de los resultados de
su trabajo en el sistema mismo” (loc. cit., pág. 65).
El proceso técnico en que tal conexión retroalimentativa consiste, proceso
que viene caracterizado por el ciclo mediante el que la máquina se
autorregula y se controla a sí misma, es algo que una máquina puede
efectuar tan bien como (si no de forma técnicamente superior a) el sistema
de avisos y señales que es el lenguaje humano. Por eso el último paso, si
es que no es ya el primero, de todas las teorías técnicas del lenguaje es
explicar “que el lenguaje no es una propiedad exclusivamente reservada al
hombre, sino una propiedad que el hombre comparte en cierto grado con las
máquinas por él desarrolladas” (Wiener, loc. cit., pág. 78). Tal
afirmación sólo es posible bajo el presupuesto de que lo propio del
lenguaje queda reducido al simple dar señal, a avisar, y de que, por
tanto, lo propio del lenguaje experimenta aquí una atrofia.
Sin embargo, también esta idea de lenguaje articulada en términos de
teoría de la información choca necesariamente con un límite. Pues “toda
tentativa de hacer unívoca una parte del lenguaje (formalizándola en un
sistema de signos) presupone ya el uso de lenguaje natural, también en su
aspecto de no unívoco” (C. Fr. v. Weizsäcker, “Sprache als Information”,
el lenguaje como información).
Siempre se sigue manteniendo el lenguaje “natural”, es decir, el lenguaje
no construido técnicamente ni dispuesto para necesidades técnicas, y ello,
por así decir, a espaldas de todas las transformaciones técnicas que quepa
hacer en el lenguaje, que quepa introducir en él.
Lo que aquí se llama lenguaje “natural” (el lenguaje corriente no
tecnificado), es lo que en el título de esta conferencia hemos llamado
lenguaje recibido, lenguaje tradicional. Tradición no es simple
transmisión, es la conservación de lo primero y (digamos) principal (de lo
Anfängliches), la custodia y guarda de nuevas posibilidades del
lenguaje ya hablado. Éste contiene él mismo lo inhablado y hace donación
de ello. La “tradición” del lenguaje, así entendida, es efectuada por el
lenguaje mismo y, por cierto, de modo que el hombre es empleado para decir
de nuevo el mundo desde el lenguaje así mantenido, haciendo de este modo
que salga a la luz, que salga a brillar y verse lo todavía no visto. Ése
es el oficio del poeta.
El título de la conferencia “Lenguaje tradicional y lenguaje técnico” no
se refiere, pues, sólo a una contraposición. Tras el título de la
conferencia se encierra la referencia a un peligro que aumenta
constantemente y que amenaza al hombre en lo más íntimo de su ser, a
saber, en su relación con el todo de aquello que fue, que está por venir,
que es presente. Lo que a primera vista parece una diferencia entre
dos tipos de lenguaje, revélase como un “acontecer” que reina sobre el
hombre marcándole el rumbo, y que afecta y sacude nada menos que a la
relación del hombre con el mundo. Se trata de una vida del mundo cuyos
latidos el hombre actual apenas atiende porque continuamente se ve
cubierto y abrumado y desbordado por las nuevas informaciones que le
llegan.
Por ello, habría que considerar si la enseñanza de la lengua materna, en
vista de los poderes de la edad industrial, no es algo completamente
distinto de sólo un elemento formativo de tipo general frente a la
formación especializada. Habría que pensar si esta enseñanza del lenguaje,
en lugar de formación, no habría de ser más bien un apercibimiento, una
advertencia, un reparar en el peligro que amenaza al lenguaje, lo cual
quiere decir: a la relación del hombre con el lenguaje, pero a la vez un
recordatorio de lo salvador que se encierra en el misterio del lenguaje en
cuanto que el lenguaje nos pone también siempre en la proximidad de lo no
dicho y de lo inefable.-
Traducción: Manuel Jiménez Redondo, Universidad
de Valencia.
Martin Heidegger