LA RENUNCIA A LA
LIBERTAD
“No soy libre por el mero hecho de obtener lo que quiero, si no
dispongo a la vez de la libertad para comprender las causas y la naturaleza de
mis necesidades, y evaluarlas” Baruch Spinoza.
En la sociedad del siglo XXI encontramos el término “libertad”
por todas partes: “Es mi libertad de expresión, debes respetarla” o “soy libre
de opinar lo que quiera”. Entre otras muchas, estas razones apelando siempre a
la libertad las oímos (casi) a diario. Pero, me pregunto: ¿sabemos y entendemos
realmente qué es la libertad?
Siguiendo la cita de Spinoza me aventuro a afirmar
rotundamente que ni lo sabemos y mucho menos lo entendemos. Pero, lo más
preocupante para mí es que no tenemos interés en entenderlo. ¿Por qué? Porque
entender qué es la libertad implica irremediablemente aceptar una concepción
ética, que no moral, de nuestras acciones y eso implica una responsabilidad
social, política, medioambiental, económica…, que no queremos asumir.
He reflexionado al respecto y considero que esa falta de
asunción de la responsabilidad ética de la vida se da porque choca frontalmente
con el estatus social que hemos adquirido o que deseamos adquirir.
En la sociedad actual, el estatus social está fuertemente
ligado al consumismo y a los hábitos de consumo que cada uno tenemos. No es lo
mismo, socialmente, TENER un coche de alta gama que un utilitario, no es lo
mismo vivir en el ático que en el entresuelo o la primera planta de ese mismo
edificio. Hemos pasado de definirnos por la cantidad de dinero que tenemos
(hecho éticamente reprochable, también) a definirnos por las cosas que
consumimos, o más bien, que PARECE que podemos consumir. Da igual si no puedo
comer tres veces al día si vivo en un ático.
A colación de esto me viene a la memora una anécdota que mi
madre cuenta mucho. Cuando era pequeña tuvimos una vecina que no tenía luz ni
agua corriente en su casa. Mi madre se atrevió a preguntarle por qué, a lo que
ella respondió lo siguiente:
“Nadie ve lo que llevo en la barriga, sin embargo si ven que
llevo un abrigo de visón”.
Creo que estas palabras definen lo que intento explicar y lo
que Spinoza nos decía ya por el siglo XVII. No somos libres porque todo el
tiempo nos dicen cómo y qué tenemos que consumir porque sólo así “podrás
conseguir el coche de alta gama o el ático” y, por ende, el estatus social tan
deseado.
Ahora la pregunta que me surge es: ¿Debemos anteponer la
consecución de dicho estatus a tomar decisiones éticamente responsables? ¿Es el
estatus social el Bien Supremo, siguiendo a Aristóteles, al que debe tender
todo ser humano?
Si analizamos las éticas clásicas vemos que conseguir la
felicidad está ligado a un modo de vida, a un ethos, que nada tiene que ver con la necesidad de alcanzar un
determinado estatus social.
Entonces, ¿de dónde surge este modelo en el que la felicidad
está ligada al estatus social conseguido?
Irremediablemente del modelo económico de que disfrutamos.
O, más bien, de la necesidad de convertir a tal modelo económico en la
fundamentación única de un modelo social pensado, únicamente, para sustento de
aquél.
Durante las últimas décadas de la dictadura y las primeras
de la democracia al consumismo se le llamó PROGRESO. El país necesitaba
blanquear la cara y salir del letargo y
para ello había que implementar el progreso en todas las casas. Quitar la
chimenea para instalar una tele o tener un coche en la casa era signo de
progreso, de modernidad. Se consiguió, de este modo, que el consumo de masas
formara parte de la vida de los ciudadanos de la época, eso era el PROGRESO.
Ahora, cuando ya lo tenemos todo, no necesitamos sentirnos “modernos”,
necesitamos sentirnos “felices”. Es ahí cuando el modelo cambia su discurso: la
felicidad nos la da el estatus social y, este, depende de lo que TENEMOS, no de
lo que SOMOS. El eje gravitatorio del discurso se modifica para conseguir que
el modelo se siga perpetuando. Necesitamos consumidores que crean que son felices
consumiendo, por ello, creamos la necesidad de acceder a la felicidad a través
de un determinado estatus ligado al consumo.
Lo más preocupante de todo es que el consumo de masas nos
aleja de la necesidad de comprender las causas y la naturaleza de aquello que
queremos o necesitamos, como nos decía Spinoza. No necesitamos comprender por
qué consumimos o cómo lo hacemos porque eso nos hace felices, es lo único que
importa. Estamos instalados en el “todo vale porque es mi opinión” y “en el
esto es bueno porque a mí me gusta o me beneficia” y nos hemos olvidado de
pensar si eso que nos beneficia es éticamente bueno, si debemos incorporarlo a
nuestro ethos sólo porque es bueno o
si con que nos beneficie es suficiente.
De esta forma, quedamos arrebatados de nuestra libertad.
Cuando el pensamiento, la reflexión, en definitiva, el acto de libertad que
supone el pensar por uno mismo debería estar más presente que nunca nos
encontramos ante la renuncia de esta libertad.
Estamos renunciando, no sé si conscientemente, a evaluar las causas y necesidades de aquello
que queremos y, por tanto, estamos renunciando a nuestra LIBERTAD.
“La libertad de expresión es fundamental, pero lo realmente importante
es que haya libertad de pensar” Emilio Lledó.