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jueves, 22 de septiembre de 2016

En defensa de la filosofía en la educación

Tras la supresión de la Filosofía en las aulas tengo la sensación de que se ha abierto un camino sin retorno.

Ayer mismo uno de mis alumnos me espetó eso que tanto tememos los profesores: ¿esto para qué sirve? Esto no me lo preguntaba sobre la Filosofía, sino sobre la sintaxis de la lengua castellana. En ese momento comprendí que la Filosofía sólo ha sido la primera de las humanidades a prescindir. Por eso me he animado a compartir mi experiencia personal con las humanidades en general, y con la Filosofía en particular.

Desde bien pequeña me fascinaban todos los libros que habían en casa, recuerdo revisar una y otra vez los libros de Julio Verne antes incluso de saber leer. Cuando empecé a leer y escribir mi pasatiempo favorito era leer todo lo que veía, y escribir todo lo que podía, y si no me lo inventaba. Más tarde, llegaron la Historia y la Ética, y casi me sabía de memoria los libros de texto de estas asignaturas. Me fascinaban los hechos del pasado y conocer todo el entramado del funcionamiento democrático de un país. Cuando llegó la LITERATURA pensé que dedicaría mi vida a ello. Tenía un profesor que nos hacía escribir cada semana, y me volcaba en esos trabajos, esmeraba las historias, la ortografía, la sintaxis, el vocabulario. Todo ello suponía un reto para mí cada fin de semana. Aprendí a usar el lenguaje para trasmitir mis emociones, mis pensamientos, mis convicciones, todavía en construcción en aquella época, conocía los clásicos de la literatura española y hacía uso de ellos para escribir mis propias historias, algunas para el colegio, otra para mi entretenimiento personal.

Por fin llegó la Filosofía. En mi adolescencia conocí a Sócrates, Platón, Descartes, Hume, Nietzsche, todos esos pensadores abrían ante mí un mundo de perspectivas que bullían en mi mente, que me abocaban a PENSAR. Tanto fue así que estudié Filosofía, y la universidad supuso para mí una etapa de madurez intelectual, personal y civil a la cual le debo la persona que soy ahora mismo casi en su totalidad. La Filosofía me enseñó a pensar, pero sobre todo a respetar, a escuchar todas las voces, hasta las discordantes, y a hacerlas mías antes de juzgarlas, en definitiva a valorar todos los puntos de vista para entender a quién tenía delante. En definitiva, maduré.

Ahora me encuentro en mi etapa docente. No sólo enseño Filosofía, sino que enseño muchas otras cosas en nuestra pequeña academia, y de nuevo la Filosofía es mi columna vertebral. Sin mi bagaje filosófico no podría abarcar la pluralidad de asignaturas como lo hago ahora, ella siempre está en la base de todas las materias y me acompaña en el camino. Me ayuda a entender conceptos, a hacerlos míos, y a poder transmitirlos a mis alumnos.

Con todo ello no quiero decir que todo el mundo debería estudiar Filosofía, como lo hice yo, pero sí que todos necesitamos de las Humanidades, que no sólo se trata de memorizar fechas, teorías, aplicar fórmulas o calcular,  se trata de aprender a PENSAR, y también se deben pensar las fórmulas y las teorías científicas,  y para ello necesitamos de las humanidades, en especial de la Filosofía.

miércoles, 10 de agosto de 2016

"El caballo de Turín" de Bela Tarr.

Escribe Heidegger en “¿Qué es metafísica?”:

“Si echando mano de una explicación simplista hacemos pasar a la nada por lo meramente nulo y de este modo la equiparamos a lo carente de esencia, estaremos renunciando demasiado deprisa al pensar. En lugar de abandonarnos a la precipitación de semejante ingeniosidad vacía y de despreciar la misteriosa pluralidad de sentidos de la nada, lo que debemos hacer es armarnos y prepararnos para experimentar en la nada la amplitud de aquello que le ofrece a cada ente la garantía de ser”.

Bela Tarr ha compuesto en imágenes o en lenguaje cinematográfico, para ser más exactos, la mirada que lanza Heidegger sobre la Nada en su ensayo sobre metafísica. Pese a ser uno de esos autores que oscilan en el filo de su medio de expresión y el pensamiento filosófico, he de admitir que poco sabía de él hasta ahora; pero también he de admitir que me ha bastado una película, su testamento cinematográfico, y una conferencia para convencerme del valor y seriedad de su trabajo. Después de autores como Bergman o Theodor Dreyer me siento realmente afortunado/a de poder asombrarme todavía con el Cine en el S.XXI.

“El caballo de Turín” hace referencia al episodio en el que Nietzsche se abrazó a un caballo que estaba siendo azotado por su cochero. Es sabido que después de eso, Nietzsche terminó derrumbándose en el silencio y la locura; fue su muerte como pensador. No obstante, no es una película sobre Nietzsche o, mejor dicho, no es un biopic; pues en el tratamiento que hace Bela Tarr sobre el nihilismo o la muerte de Dios, está muy presente el pensamiento de Nietzsche. En el páramo yermo que rodea la casa del cochero, en el que sólo se sostiene un árbol caduco, recuerda el aforismo de Nietzsche en relación al nihilismo: “El desierto avanza”. Así, pues, la película gira en torno al caballo, el cochero, su hija y el casi omnipresente viento. Si el cochero es un hombre en el que han muerto los valores, el viento es el emisario y portador de la nada y de su enigma: ¿La nada surge de la negación o la negación surge de la nada?

La música es inquietante, monótona y está al servicio de la desolación, del abismo que se va abriendo a lo largo del metraje, del ser que se desvanece y retorna a la nada. Nada y angustia que precede a la nada es la escena del último trago de aguardiente; es lo único que queda al final de la película, la esencia de la Nada. En cuanto a la técnica, los encuadres son totalmente efectivos; parecen estar al servicio del logos más que de la lógica de la técnica cinematográfica. En ese sentido, Bela Tarr avisa y es muy explícito con respecto a su trabajo: “Yo no hago televisión”.


Todo en el film tiende hacia su decadencia, hacia su irremisible desaparición. El caballo se niega a comer; ha perdido la voluntad de vivir. El agua del pozo se seca, al igual que el sentido de solidaridad y hospitalidad del cochero. También desaparece la lumbre, al final del metraje todo es oscuridad; no queda ni la canción de la nada, pues se ha hecho el silencio en las termitas.

Así pues, ¿qué hay de la vieja idea  “Ex nihilo nihil fit”: De la nada surge nada o de la nada la nada surge? Y la respuesta reverbera en la película, como en el tratado de Heidegger, con las antiguas palabras de Sófocles en su "Edipo en Colono":

“Pero dejadlo ya, y no volváis más a partir de ahora
A despertar el lamento;
Pues, en efecto, en todas partes lo acontecido
Tiene ya guardado en sí una decisión de consumación”.



lunes, 25 de julio de 2016

Bergman y el silencio de Dios


En esta ocasión me gustaría abordar la obra del director con el que quizá exista una mayor correlación entre el lenguaje cinematográfico y el pensamiento filosófico. Me refiero a Ingmar Bergman. No voy a centrarme en toda su obra; esa empresa sería muy extensa y pienso que sobrepasaría las posibilidades y la finalidad de este blog. No. Exclusivamente quisiera centrarme en la trilogía sobre el silencio de Dios por su enorme trascendencia interdisciplinar, porque es universal y porque Bergman parece recordarnos las palabras del poeta alemán Hölderlin: "El hombre es un dios cuando sueña y un mendigo cuando piensa", ya que logra en menos de cuatro horas de metraje lo que a algunos filósofos les ha llevado extensos tratados repletos de ininteligibilidad para los menos iniciados. La trilogía es la historia de tres pérdidas, sin mayor conexión entre sí que la desazón y el dolor que nos causan las relaciones con nuestros semejantes; en concreto, las de nuestros seres más íntimos.

 "Como en un espejo" es la primera parte de la trilogía. Una familia se reúne en una casa apartada de la civilización, frente al mar, en una atmósfera muy intimista para celebrar el regreso del padre. Él es escritor y desde la muerte de su mujer ha estado viviendo en Suiza; pero tras el feliz reencuentro, y el trato inicial, afable y condescendiente, de mera cortesía, la película ahonda en el mundo interior de los personajes. Entonces descubrimos a un padre egoísta, volcado en su arte, e incapaz de empatizar con sus hijos. Sus verdaderas motivaciones pasan por alejarse de ellos -su presencia le ahoga y le hace sentir culpalbe- y poder así llegar a escribir algo realmente “bueno” y “verdadero”. En última instancia, la única reacción sincera capaz de suscitarle su hija no va más allá del interés morboso y positivista de registrar fría y objetivamente su enfermedad. En efecto, su hija mayor padece esquizofrenia y es el único personaje que todavía es capaz de percibir a Dios; aunque sea un terrible "Dios araña", alejado del Dios del amor del cristianismo o de la perfección, como el Dios aristotélico. Su marido realmente se preocupa por ella, pero el único consuelo capaz de dispensarle es meramente fisiológico, en forma de inyecciones "para tranquilizarla". Pues entre el mundo físico y tangible, representado por su familia, y las voces de la locura que ella escucha en su mente, capaces todavía de asegurarle una trascendencia, ha escogido a éstas. Al "Dios araña". Por último, también está su hermano. Un muchacho adolescente, apesadumbrado por el abandono de su padre, que se verá inmerso en una gran crisis debido a un terrible suceso con su hermana. Así pues, todo se derrumba sin remedio y, finalmente, salen a relucir todos los reproches y el dolor acumulados; las crisis de la hermana son cada vez más intensas y frecuentes y su frágil mundo se derrumba. Como una alegoría del hilo que los une, todo estalla en una tormenta. Ya no hay más remedio, la hermana debe ser internada, ha perdido a su Dios, le espera la realidad clínica de su internamiento.Pero no todo está perdido, todavía es posible la salvación. Al final del metraje descubrimos a través del padre que todavía queda algo a lo que poder aferrarnos: El amor. Hemos perdido a Dios, al terrible "Dios araña", pero hemos encontrado el amor como fuerza vital a la que poder asirnos.

"Los comulgantes" es la segunda parte de la trilogía sobre el silencio de Dios, y tiene la particularidad de que en ella Bergman trata directamente la ausencia de Dios desde el prisma de la religión y sus sacerdotes. El protagonista es Thomas, en el cual a lo largo de la película vamos vislumbrando las dudas existenciales que le generan el hecho de tener que oficiar y ejercer un ministerio sobre el que ya no existe la piedra angular que lo sostiene y le dota de sentido. Dios ya no está presente mas que en las imágenes religiosas, en los ritos, en definitiva, en las costumbres adquiridas por la rutina. Thomas sufre, porque ya ni siquiera es capaz de amar; ha muerto el amor de su vida que fue su mujer y el resto de relaciones no le colman. Se siente estéril en su vida, en su labor. Los creyentes cada vez son menos, hay un mundo de progreso que es ajeno a la palabra de Cristo; Sus sermones no alcanzan a los feligreses que acuden a misa, comulgan y oran mecánicamente; y a los verdaderamente tribulados y faltos de consuelo, él ya no puede ayudarles ni ofrecerles un motivo para seguir viviendo. Entonces, en el cenit de la película, se produce una tragedia: Un suicidio, y Thomas tiene que afrontar el terrible hecho de que no sólo no ha podido evitarlo sino que es rechazado en cualquier intento de ayuda y consuelo por parte de la viuda.


Es indudable que hay un reflejo físico del sufrimiento y desasosiego de Thomas en su febril catarro que va in crescendo según avanza la película. Pero algo ocurre: Sostiene una conversación crucial con un feligrés, un acólito, que ayuda al clérigo en las labores de su oficio y que  hace tiempo quedó maltrecho por un accidente ferroviario. Le recuerda éste la soledad de Cristo en la cruz y le hace ver que, sin duda, ese debió de ser el punto álgido de su sufrimiento. Pues qué fue el Via Crucis sino una pasión breve de a lo sumo unas cuantas horas; nada comparable con los intensos dolores crónicos que él lleva sufriendo durante años. El sufrimiento físico de Cristo, le dice, no es nada comparado con los que siente él. No, debió de ser pues de otro modo. El sufrimiento del que hablan las escrituras, no pudo ser otra cosa que soledad e incomprensión; y, pese a todo, el hijo de Dios derramó su sangre por nosotros. Ese es su hallazgo y la fuerza vital a la que ahora se aferra Thomas, la Palabra… ¡Existe la Palabra! Y él seguirá difundiéndola aunque se vacíen los templos y resulte absurda en el mundo en el que vive.


La tercera parte de la trilogía es “El silencio”. Donde finalmente se hace patente del todo la desnudez humana; ya no quedan dioses a los que aferrarse y su rastro lo acabamos perdiendo del todo en “Los comulgantes”. Ahora ya ni siquiera queda la palabra.

La acción transcurre en un ficticio país extranjero. Dos mujeres, dos hermanas, Ester y Anna, y un niño, Johann, él hijo y sobrino de ellas respectivamente, arriban a un país en el que nadie habla su idioma. Es un país moderno, alejado de la pequeña comunidad rural de “Los comulgantes” o la soledad idílica de “Como en un espejo”. No. Es una ciudad bulliciosa, un hervidero de gente en la que ha desaparecido la individualidad: Sólo hay masas. Las mujeres se hospedan en un hotel, en habitaciones contiguas y pronto averiguamos más detalles sobre ellas; la vida de Ester es la palabra, ella es traductora, y al igual que el reverendo Thomas le une un vínculo especial con el lenguaje. Sin embargo, Ana es totalmente sorda a la palabra, no le interesa. Ella personifica toda la incomprensión que se sugiere en el aura de la película; en un momento le espeta a su amante: “Es una suerte que no podamos entendernos”. La convivencia es tensa y se agrava con una crisis existencial de Ester; parece que se está muriendo sin que tal cosa llegue a afectar a Anna. Sólo a un empleado del hotel parece importarle, es el único que se apiada y permanece junto a su cabecera en la cama produciéndose así el extraño hecho de que sea un extraño que no habla su idioma, con el que no puede intercambiar palabras, quien la compadezca y la comprenda. La comprensión ha ido a surgir donde no había entendimiento y viceversa. Así pues, de Dios ya no queda rastro, tan sólo una reminiscencia en un concierto de Bach -omnipresente en toda la trilogía- que se emite por la radio; tampoco hay rastro de amor, tan sólo sexo sórdido y autocomplacencia; y de la palabra, al final del metraje, no queda nada; pues Anna ahoga cualquier intento de comunicación y acercamiento de su hermana.

Sin remedio, al final de la trilogía el hombre lo ha perdido todo, se ha quedado a solas con su silencio y su angustia, enfrentado a su vacío; y Bergman parece lanzarnos la pregunta que sugiere el poeta Stefan George: ¿Ahora qué? ¿"Qué es lo que queda cuando la palabra quiebra"? ¿A qué te vas a aferrar ahora?