Europa y Ortega y Gasset. Félix Duque remonta la mirada a uno de los pensadores clave para entender los orígenes de nuestro proyecto europeo.
ORTEGA: EUROPA COMO METÁFORA
FÉLIX DUQUE
Estar en lo libre apunta a estar
prendido en aquello que libera y crea.
Juan Manuel Navarro Cordón, en homenaje al cual se escriben
–no sin lamentable premura- estas páginas
europeístas,
sabe mucho mejor que yo que a la hermenéutica le están vedados tanto el
ejercicio nostálgico (
laudatiotemporisfacti)
como toda pretensión de aprender de la historia para corregir los errores del
presente (
historia magistra vitae),
escarmentando por así decir en cabeza pasada, tornada más bien por ello mismo
en
caput mortis. Pues no hace falta
ser conocedor de Hegel (bien que Navarro Cordón lo sea, y de modo rigoroso)
para saber que: “Aquello que la experiencia y la historia enseñan es que ni los
pueblos ni los gobiernos han aprendido nunca nada de la historia, ni obrado
conforme a enseñanzas que hubieran sido extraídas de ella.”
Y sin embargo, todo estudioso del pensamiento de Heidegger
(y el homenajeado lo es también) sabe distinguir con cuidado entre aquello que
los pueblos y sus gobernantes pudieran
aprender
del pasado (a saber: nada),y aquello de lo que un pensador deba dejar
cumplida constancia (por más
vox
clamantis in deserto que sea la suya, como en el caso palmario de
Ortega)respecto de los
haberes del
ser-sido de una comunidad de
hombres-en-sociedad, es decir de aquello en lo que ellos
están prendidos¸ de modoque, si se resolvieran a
ser eso (si se
soltaran de la carga del pasado muerto, del
Es war), sería esa misma proyección la que podría hacerlos libres,
dejarlos en
franquía para
existir. Pues no es lo mismo desde luego
hacer de la historia el precipicio del pasado (entendido como
Vergangenheit) que considerarla como
reserva y custodio de la
cualidad deser-sido
(
die Gewesenheit). En efecto: “el
pasado es aquello de lo cual decimos que ha dejado de ser. Lo sido, en cambio,
es un
modus del ser, la
determinación-destino del modo y manera en que el
Daseines en cuanto existente.”
Heidegger no entiende la historia como una mera proyección
del presente
en el porvenir, sino
como la apertura
del pasado
desde el futuro, el cual, en su estar
por venir, despliega-la-esencia (“madura”:
west)
de lo en ese pasado
sido: algo, por
cierto, patente en la desafiante inversión que el pensador hace del famoso
dictum (por otra parte, bien
anticiceroniano) del historiador Leopold von Ranke, según el cual: “Se ha
confiado a la historia (
Historie) la
empresa de darle una orientación al pasado, de adoctrinar (
belehren) a los contemporáneos a fin de quelos años venideros sean
de provecho; a tan altas empresas no se arriesga el presenteensayo: pretende
mostrar simplemente cómo las cosas propiamente han sido (
wie es eigentlichgewesen).”
Por
el contrario, como se afirma en
Ser y
tiempo: “
Es siendo propiamente
advenidero comoel
Daseinespropiamente
sido (ist
…eigentlichgewesen).”
Y es
que las cosas en que se empeña el
Dasein(ya
se plasme éste en un individuo o una
communitas,
ligada interesadamente a la
societas
y obligada legítimamente a la
res publica)
sólo llegan a ser (sólo llegan a
su ser)
si lo que hemos sido (lo que venimos siendo-sido) viene a darse desde aquello
que, viniendo, deja ser del pasado en cada caso lo
sido: pues lo sido viene yectado sólo en aquello que colectivamente
se proyecta.
Adelantemos ahora lo agazapado tras tan tortuosa meditación,
sólo en apariencia abstracta: tengo para mí que España sólo llegará a ser
(llegará a
su ser)cuando deje de ser
sólo España (por no hablar más por menudo de Catalunya o de Euzkadi) y acabe
por afianzarse en una plural Europa en la que, sin embargo, España nunca ha
dejado de
estar-ahí, digamos
virtualmente, ansich. O visto desde el
otro respecto: ¿cabe acaso proyectar Europa como futuro desde lo en España, y
no sólo en ella, sido? Repárese en que no se trata de preguntarse por el futuro
de Europa desde lo que España -y las demás naciones que integran aquélla-
ha sido, sino de lo que en ellas
pueda estar siendo sido desde una Europapor
venir, o más precisamente: desde
Europa
como porvenir, evitando así que esta nuestra Unión Europea llegue a ser
cosa del pasado en una suerte de
naufragio provocado por sus propias tensiones internas, antes siquiera de
haberse hecho valer en el proceloso mar de la globalización.
Europa como porvenir / Europa como naufragio.
Sólo que, ya se sabe: eso no son más que
metáforas.
Claro que: “También podría decirse: nada menos.”
El filósofo que tan abruptamente he traído ahora y aquí a
colación es Don José Ortega y Gasset, que mucho sabía del uso de metáforas y de
la teoría sobre la metáfora. De lo primero, bien cabría decir –y más, a la
vista de los acontecimientos de estos últimos años- que, como tal y de manera
ejecutiva, no existe Europa. La actual Unión Europea
–a la que no pertenecen países tan
conspicuamente europeos como Noruega o Suiza-
es poco más que una liga de naciones
interesadas
(más que interesantes),mal que bien trabadas por una moneda común (y eso,
sólo con respecto a la llamada Eurozona) y por la cada vez más capitidisminuida
libertad de tránsito de personas, mercancías y capitales (algo, de nuevo,
restringido tan sólo al Espacio Schengen), pero sin unidad fiscal y con un
Banco Central Europeo que sólo ahora empieza tímidamente a supervisar las
políticas económicas de aquellos estados miembros merecedores de ser tildados
poco menos que de eso popularizado por Bush, Jr.: de ser
roguestates, o estados fallidos (entre ellos, cabe contar desde
luego al Reino de España, y quizá, muy pronto, a la República Italiana;
añadamos a ello la parte europea de Chipre, y tendremos una clara confrontación
del norte de Europa contra su flanco sur, con la adición de Irlanda,
decidida a trasladarse simbólica y
duraderamente al Mediterráneo). Pero si no existe Europa, sí se va forjando
desde luego en estos últimos años –en buena parte, a base de fallos,
frustraciones y amenazas de quiebra- la difusa
imagen de una Europa que tardará mucho tiempo en configurarse como
realidad jurídica y política, pero que ya hoy va
sedimentándose trabajosamente, con lo que acabará por fraguarse en idea, al
cobrar peso y objetividad mediante los usos.
Y precisamente ese paso indeciso y
fluctuante de imagen a idea es lo que puede considerarse como metáfora. En este sentido, bien puede
hablarse de “Europa” como una verdad metafórica. Pues en efecto, según
señala con precisión Navarro Cordón: “El ser metafórico significa un
sercomo, un modo de ser que ciertamente
no es el ser real, sino un ‘como-ser’, un ‘cuasi-ser’.”
No es
necesario por demás insistir a este respecto en la relevancia de la teoría
orteguiana sobre la metáfora.
Por
lo que hace a Europa (término metafórico que, por comodidad, usaré sin comillas),
bien puede decirse que su
ultranza de
naufragio a entidad supranacional es la
metá-phoràpor
excelencia, pues que su
ultrarconsiste
precisamente en: “ir al universo”
,
si por esto último entendemos una metáfora
aún más rotunda y definitiva, a saber: la
Cosmópolis,
como tendencia utópica de un mundo formado por una comunidad de naciones (no
necesariamente bien avenidas).
Mientras
tanto, la
Europa-por-venir constituye
un cuasi-ser “suplente”, como compete al oficio propio de la metáfora. Bien es
verdad que Europa, como toda metáfora: “Es una realidad escurridiza que se
escapa a nuestra tenaza intelectual.”
Por
no por ello deja de ser un medio absolutamente necesario de
intelección en vista de la realidad
radical de la vida, en general (también pues, y sobre todo, de la vida
colectiva, de la
convivencia)a saber:
en vista de lo que ella, la vida, aún no es, pero a lo que tiende para superar
una circunstancia adversa (con tanta mayor fuerza cuanto dramática sea la
situación), y en virtud de los
posibles que
el propio proyecto vital saca a la luz, que
pro-duce
al detectar en el pasado las semillas del futuro. Tales semillas (otra
metáfora) constituyen eso que, con Heidegger, venimos denominando
lo sido. Y para esa producción resulta
indispensable la función metafórica, ya que es en ella donde: “el término
adquiere la nueva significación a través y por medio de la antigua, sin
abandonarla.”
Ortega ha precisado con
claridad meridiana el proceso dialéctico subyacente
a esa función: “Al pensar que A es B, se le
fuerza a corregirse y pensar que A no es B; pero apenas se ha trasladado a esta
nueva opinión tiene que volver a la primera, y así perennemente.”
Concretando:
en virtud de una analogía de proporcionalidad, pensamos que la Unión Europea es
Europa por tener muchos de los ciudadanos que componen aquélla una clara
conciencia cultural de su
común pertenencia a este viejo Cabo de
Asia. Pero, dado que ese fondo común no agota ni con mucho la realidad
ejecutiva que podría llegar a ser Europa, nos volvemos al punto de nuestra
apresurada opinión identitaria, pasando pendularmente a la constatación de que
la Unión no es Europa, lo cual puede constituir un motivo para recaer en el
nihilismo europeo o, al contrario,
tornarse
eo ipso en acicate para
hacer de necesidad virtud,
proponiendo
entonces
ad hoc una nueva identidad
imaginada que, forzosamente, ya no podrá
corresponder a la anterior (aunque, al menos
prima facie, no por ello habrá de ser la imagen necesariamente más
alta que la precedente; que los retrocesos son desde luego posibles lo muestran
las sucesivas crisis por las que el proyecto viene puesto a prueba, y como se
aprecia contundentemente en la actual, ya denominada por algunos analistas como
megacrisis).
La
pregunta, ahora, es tan obvia como pregnante: ¿cómo salir del momento actual de
depresión (económicamente hablando: de recesión) generalizada, para avanzar
hacia un estadio más alto y complejo, que, en el caso de Europa, pasa
necesariamente, en estos mismos momentos, por el establecimiento de una unión
bancaria y fiscal para la zona del euro y, más adelante, por la modificación
radical del Parlamento de Estrasburgo, de modo que éste se transforme en una
verdadera cámara legislativa? En terminología española, la pregunta podría
concretarse así: ¿cómo ir avanzando hasta la consecución de una España
entendida –al igual que los demás miembros- como Comunidad Autónoma Europea?
Para
aventurar los prolegómenos a una posible respuesta
filosófica, podemos prestar atención a las sugerencias conjuntas de
Heidegger y Ortega respecto a ese bucle primordial del porvenir y lo sido, sólo
de cuyo entrecruzamiento cabe entender el presente? A su manera, el filósofo
madrileño recoge esta idea de
retroalimentación
en espiral mediante el par ordenado
de
invención y
repetición, siendo ésta -la repetición-
la que, como una verdadera
petición del
principio, es la sola capaz de responder -si incitada- a cuanto viene
requerido en toda situación de
naufragio.
Y la situación actual de Europa lo es, y con creces. Por cierto que, extremando
la metáfora hasta retorcer el famoso apotegma de Pompeyo, bien cabría suponer que
Ortega estaría de acuerdo en que
navegar
no es necesario: naufragar es necesario.
Y ello -cargando de nuevo contra Pompeyo- no desde luego porque
vivir no sea necesario, sino al
contrario: porque
vivir es naufragar.
Con toda contundencia: “La vida es en sí misma y siempre un naufragio.
Naufragar no es ahogarse [...] La conciencia del naufragio, al ser la verdad de
la vida, es ya la salvación.”
Si esto es así, entonces la aparente
contradicción entre “Europa como porvenir” y “Europa como naufragio”
se
ha de resolver en el
fondo, o sea: en
el fondo de la
conciencia europea,en
la que se adunan porvenir y naufragio como siendo la
verdad de ambos. Una verdad ya de siempre
sida, o lo que es lo mismo: una verdad
esencial.
Como es sabido, Ortega enumera tres actitudes vitales
(vitales, digo: no
nihilistas) de
respuesta a todo naufragio: la primera, más extensa (como que sin ella sería
literalmente imposible la vida… humana), pero menos efectiva, es la de quien
agita desordenadamente los brazos para no ahogarse, con lo que puede lograr lo
contrario de lo pretendido. Muy significativamente, Ortega adscribe esa primera
actitud a la de quien “habla de la decadencia europea como de una realidad
inconcusa”. Cuando a ese tal se le piden las razones de ese diagnóstico –sigue
Ortega- se le verá comportarse como todo náufrago, a saber practicando: “esa
agitación de brazos hacia la rotundidad del universo, que es característica de
todo náufrago. No sabe, en efecto, a qué agarrarse.”
Tan
desesperado manoteo, que correspondería
a la manera más primitiva y radical de vivir, puede ser sin embargo seguido por
una elemental atención a los posibles puntos de referencia que permitan
orientarse en la apurada situación. Esa atención, ese
enlace del náufrago con boyas y señales por otros preventivamente
dejadas, constituye la
cultura. Pues:
“Cultura es lo quesalva del naufragio vital, lo que permite al hombre vivir sin
que su vida sea tragediasin sentido o radical envilecimiento”.
En
tercer y último lugar se hallaría en fin la actitud propia del “hombre de
cabeza clara”. Del hombre, diríamos, que no utiliza la cultura (anquilosada en
fórmulas
pret à porter, pero ya
obsoletas,
catalogadas y archivadas en
virtud de eso que Nietzsche llamaría
historia
de anticuario)
para impulsar su vida y la vida comunitaria hacia horizontes apenas
entrevistos, sino que emplea el acervo cultural (la
Kultur, no la
Bildung)
como “un telón fantasmagórico donde todo está muy claro. Le trae sin cuidado
que sus «ideas» no sean verdaderas; las emplea como trincheras para defenderse
de su vida, como aspavientos para ahuyentar la realidad.”
Frente a esa estéril posición se alza la tercera y más alta actitud, la del
hombre de “mirada trágica, perentoria, absolutamente veraz”, que “le hará
ordenar el caos de su vida. Éstas son las únicas ideas verdaderas: las ideas de
los náufragos […] El que no se siente de verdad perdido se pierde
inexorablemente; es decir, no se encuentra jamás, no topa nunca con la propia
realidad.”
Sin embargo, esa actitud heroica (más bien un tanto
patética, a la verdad) no puede, no
debiera poder surgir de la cabeza del
genio creador como Minerva de la cabeza de Júpiter, con lo que también ella se
atendría a una idea anquilosada y
prêt à
porter: lista para ser obedecida por el político y
cosí via, siguiendo una cadena de mando. El mejor Ortega ha
matizado sobremanera esa peligrosa idea del
Führerprinzip,
al insistir en que eso que he denominado tercera actitud no podrá lograrse
cabalmente sin una precisa -y preciosa- atención a la cultura en cuanto
Bildung. Ésa sería la función –realmente
egregia- de los clásicos. En un gesto que recuerda al que luego difundirá la
hermenéutica gadameriana, prescribe en efecto Ortega como comienzo de toda
curación: “es preciso citar a los clásicos ante un tribunal de náufragos.”
Tal
sería el sentido cabal de
repetición,
como antes se señaló.
No
hay pues
invención, innovación, sin
repetición… de lo
sido, no del mero
pasado.
Pues
bien, aquello que en Europa
sigue siendo
sido, y que ante todo está recogido en las obras de los clásicos
,
viene intrersubjetivamente plasmado en la idea de una
conciencia cultural europea. Es precisamente esa conciencia -que
Ortega, con razón, cree “que ha existido siempre”, a pesar de que no haya “existido
nunca una unidad europea en el sentido que hoy tiene esa expresión”
- la
que permite utilizar como principio
regulativo
(por decirlo con Kant) la metáfora “Europa” como orientación hacia una
futura entidad supranacional. A
este respecto, tengo para mí que no ha de cargarse a cuenta
del mero azar el hecho de que, tras la Segunda Guerra Mundial, en:
De nación a provincia de Europa,
recordara Ortega y Gasset algo ya anunciado antes de la guerra, en:
La rebelión de las masas,
a
saber: “que los pueblos de Europa sólo podían salvarse si trascendían esa vieja
idea esclerosada poniéndose en camino hacia una supra-nación, hacia una
integración europea.”
Obviamente, la pregunta es si ese “salto” de más de veinte
años (de 1930 a 1953) puede ser todavía válido para nosotros hoy, orientándonos
de algún modo en el pensamiento y en la acción, sesenta años después de las
conferencias del último Ortega. La respuesta, en mi caso, no puede ser sino un
cauteloso “sí y no” (
Jein, como dicen
los alemanes). El problema es que, a mi ver, no es posible deslindar
cuidadosamente “lo vivo y lo muerto” en Ortega, por aplicar a su pensamiento
aquella distinción de
carnicero que
Croce ensayara con Hegel
.
Pues aquello que podría resultar más sugerente, hoy, a saber: la idea de Europa
como entidad supranacional, está lastrado con la aplicación, tan omnímoda como
equívoca, de la Idea de Nación a la propia Europa por venir, como si se tratara
de un paso olímpico, deportivo (
Altius,
Citius, Fortius), que cambiara la cosa en extensión (una Europa unificada)
y en número de “provincias” (los antiguos Estados nacionales), pero sin cambiar
su esencia. Y en verdad que a las veces pareciera que Ortega está cayendo en un
craso
esencialismo, como cuando
define a la nación como si se tratase de una realidad anterior a la
constitución consciente de un
nosotros.
Al respecto, su posición se asemeja a una indigestión de un mal entendido
hegelianismo. Y así, afirma de la nación: “No la hacemos, ella nos hace, nos
constituye, nos da nuestra radical sustancia.”
Pero,
por otra parte (coherente, con todo, con la idea de que la
invención implica
repetición),
ha de aceptar que, hasta 1900, había “un poder público europeo y había un
Estado europeo.”
Ya resulta extraño el que Ortega, tan dispuesto siempre a
exaltar la realidad individual de mi vida,
personal e intransferible, subyugue al individuo bajo la Nación, y a ésta –al
menos hasta el siglo XX- bajo el Estado-Europa(el
cual, aunque no sea así mentado por juristas y políticos, debe sin duda ser
llamado de ese modo por parte de “los historiadores, más interesados en las
realidades que en los formalismos jurídicos”). Más llamativo es que considere
como “poder público europeo” lo que los ilustrados llamaban entente cordialey las potencias decimonónicas
balance of power. Y más lo es aún
que, siguiendo tácitamente un proceso dialéctico triádico y pseudo-hegeliano,
pretenda hacer pasar el final de una historia del ser europeo por algo más
predecible y forzoso que el advenimiento de la sociedad sin clases en el
catecismo marxista. En efecto, parece que hasta los albores del siglo XX, y al
menos desde la Edad Media, y gracias al fértil humus de Roma, habría habido una genérica “nación europea” (Ortega
oscila al respecto entre Estado y Nación), encarnada con diferentes estilos por
los prototipos nacionales, los cuales añadirían a su condición de “pueblo” (a
saber: una colección de manías y usos tradicionales enquistados, hasta formar
lo que llamaríamos una superestructura o,
si se quiere, un Super-Nosotros) la
Idea que distinguiría a los pueblos europeos de todos los demás, a saber:la de
una manera excelente “de ser hombre”. Eso sería el constitutivo esencial de la
“Idea de Nación”. Es verdad que cada nación estaría en “lucha agonal” (de
nuevo, el ideal deportivo: la emulación, la competitividad y el esfuerzo) con
las otras, forjando así “un programa de vida hacia el futuro.” Un programa que
delinearía así el perfil ideal de ese Estado Europeo avant la lettre.
De dónde haya tomado Ortega esta idea parece claro. En
primer lugar, se halla en el cap.
XVIII de L’Esprit des Lois, de
Montesquieu: “L'Europe n'est plus
qu'une nation composée de plusieurs […] et l'État qui croit augmenter sa
puissance par la ruine de celui qui le touche s'affaiblit ordinairement avec
lui.”Tan prudente
concepción se tornará en optimismo tras la Guerra de los Siete años, hasta
alcanzar su punto máximo en la lección inaugural de Schiller en Jena, en mayo
de 1789 (¡dos meses antes de la toma de la Bastilla!), sobre el sentido y
culminación de la Historia Universal como conversación culta entre las
naciones europeas (o sea, entre las dinastías reinantes, estrechamente
emparentadas entre sí, y los intelectuales encargados de justificar la
distribución familiar).En
la misma línea, pero con una mayor cercanía a la ulterior concepción de Ortega,
se expresa Hegel (o su editor, Gans) en el Zusatzal §339de la
Filosofía del Derecho, una vez pasada la
tormenta napoleónica: “Las naciones europeas constituyen una familia, de
acuerdo al principio general de su legislación, sus costumbres, su formación
cultural (
Bildung), y de este modo su
comportamiento en el seno del derecho internacional (
völkerrechtlich: el
iuspublicumeuropaeum, F.D.) viene a modificarse dentro de una situación bien distinta
a aquélla en que dominaba el infligirse daño unas a otras.”
Casi como un eco, insiste Ortega un siglo más
tarde en que Europa era: “una sociedad, una colectividad [que] manifiesta todos
los atributos de tal: hay costumbres europeas, usos europeos, opinión pública
europea, derecho europeo, poder público europeo.”
Por
cierto, esta imagen orteguiana del
Concierto
de las Naciones sólo me resulta medianamente comprensible si se acepta una
tácita y bien jerarquizada escala metonímica de “Individuos” señalados (otra
vuelta de tuerca al ideal platónico del filósofo que renuncia a ser rey porque
su
métieres más alto), y que, en el
caso de
l’Europe des Lumières(a la
que parece referirse Ortega), comenzaría axiológicamente en el Individuo
egregio –por ejemplo, Voltaire
-
capaz de forjar culturalmente, junto con otros de su prosapia, una idea común
de Europa y de influir después en el Príncipe respectivo
-Individuo segundo, o vicario- para que éste
encarne en su persona a la Nación -Individuo tercero-. Por debajo quedarían
quisicosas como el incremento de las posesiones mediante guerras de
Kabinett, el fomento de la industria y
el comercio de la incipiente burguesía, y, en fin, el cuidado bondadoso de los
súbditos: individuos por delegación o en “calderilla”.
Si tan engrasada
scalaentiumhubiera
existido alguna vez en Europa, entonces, dentro del
iuspublicumeuropaeum, serían efectivamente intercambiables las
afirmaciones:
L’Étatc’estmoi y
Je suis la Nation. Pero no parece que
tan armoniosa imagen (por más que Ortega hable de una
concordia discors)se haya dado nunca en Europa, a menos que
confundamos
pro domo una
bienintencionada “promoción cultural” con la realidad política y económica.
Pues tras el humanismo renacentista, el antiguo amor a la libertad política
cantado por Rousseau y luego por BenjaminConstant (ya se sabe: “Se canta lo que
se pierde”)
, se tornará tras la Paz
de Münster (y en el plano filosófico, con el muy influyente
Patriarchade Robert Filmer, en 1680,
pace Locke y Spinoza) en lealtad al
monarca incluso en el ámbito religioso (
Cuius
regio, eius religió), de modo que “patria” no significará entonces (y en
algunos lugares,
desde entonces)sino
aquello que reza su mismo nombre, a saber: que cada país es
res patrum, o sea una comunidad política
fundada sobre el poder de los Padres (incluso la Revolución Americana, en sus
albores, podría verse como una extensión republicana de la idea romana de los
patresconscripti).
Sea como fuere, la supuesta
paxeuropaease habría roto por el auge decimonónico de los
nacionalismos, esa enfermedad
degenerativa de las nacionalidades, que habrían acabado por transformar
subrepticiamente la “vieja democracia”, todavía templada –ahora parecemos oír
de nuevo a BenjaminConstant-: “por una abundante dosis de liberalismo y de
entusiasmo por la ley”, a cuyo amparo “podían actuar y vivir las minorías.” En
su lugar se habría instaurado una “hiperdemocracia en que la masa actúa
directamente, sin ley.”
El
resultado habría sido catastrófico: las naciones, faltas de porvenir, que es el
“órgano principal y primario de la vida humana”
, se
habrían clausurado,
excluyentes,
dentro de sí mismas y endurecido sus fronteras
,
hasta desembocar en esa contienda duradera y fratricida que hoy venimos en
llamar “guerra civil europea” y que Ortega, mirando de lejos nuestra propia
guerra, barruntaba ya en 1937: “La pura verdad es que, desde hace años, Europa
se halla en estado de guerra, en un estado de guerra sustancialmente más
radical que en todo su pasado.”
A
pesar de todo, unos cuantos intelectuales egregios habrían conservado esa
“conciencia cultural europea”, a través de la
cual, y tras la guerra, se urgiría a la creación de unasuerte de supranación,
la Europa de las naciones, cantada y alabada con sonoras palabras que hoy a
muchos se nos antojan algo huecas. Ortega nos incita en efecto a:
“avanzar hacia la
unidad de Europa, sin que pierdan vitalidad sus naciones interiores, su
pluralidad gloriosa en que ha consistido la riqueza y el brío sin par de su
historia.”
El
problema de tan altisonantes estas afirmaciones “proféticas” no estriba sólo en
la escasa base histórica y concreta que pudiera justificarlas, ni tampoco en
ese deseo de que no “pierdan vitalidad” las naciones unificadas, poco
compatible con el reconocimiento de
pérdida de soberanía por parte de esas naciones,
sino en una
dialéctica(dicho sea esto
con buena voluntad) interna al propio
pensamiento orteguiano, oscilante entre el decisionismo
y el fatalismo.
Por lo que hace a lo primero (el lado más conocido, por ser distintivo –aunque
no exclusivo- del pensamiento orteguiano) puede elegirse este pasaje,
especialmente contundente: “Vivir es sentirse fatalmente forzado a ejercitar la libertad, a decidir lo que vamos
a ser en este mundo. […] Inclusive cuando desesperados nos abandonamos a lo que
quiera venir, hemos decidido no decidir.”
Pero la decisión parece esfumarse cuando se trata de lo segundo, o sea: del
destino de Europa y su ineluctable unificación: “A ella se irá –repito,
en una u otra forma-, aunque no exista la voluntad espontánea, el deseo de ir a
ella. Ese género de estructuras históricas depende mínimamente de las
voluntades particulares y máximamente de las necesidades o forzosidades.
Ahora bien, si, de acuerdo con el sombrío diagnóstico de
Ortega para los años treinta (un panorama que, en su opinión, no habria
cambiado en demasía tras la guerra): “En nuestro tiempo domina el hombre-masa:
es él quien decide”
; y
más aún: si, por nuestra parte, creemos que en la actualidad sigue teniendo
desgraciadamente validez lo que opinaba Ortega del gobierno español de
entonces, a saber: “que su actuación se reduzca a esquivar el conflicto de cada
hora; no a resolverlo, sino a escapar de él por el pronto, […] aun a costa de
acumular con su empleo mayor conflictos sobre la hora próxima”
; si
todo ello es así, entonces: ¿cómo a partir de tan febles y corruptos mimbres se
va a elaborar el
enser de la unidad
de Europa? ¿A dónde han ido a parar “
la riqueza y el brío sin par” de la historia de las respectividades
nacionalidades? ¿No habría que haber escudriñado primero la evolución de éstas,
sin limitarse –en el caso de España- a describir los males de la patria -por excelencia, los nacionalismos-, sino a preguntarse por la raíz de aquello sido que sigue envenenando el presente?
¿No es acaso un ejemplo de un cierre arbitrario a parte ante la atribución del “proceso formativo” de las naciones
a una élite formadora?
Y si ello ya resulta problemático para las distintas naciones europeas (valga
la redundancia, en Ortega): al fin, vástagos más o menos avenidos del Imperio
Romano, ¿dónde, y con qué fuerzas, y desde qué países, se formaría la nueva
élite de la nueva Europa?
No
obstante, y recordando la teoría orteguiana de la metáfora, en general, y la
imagen del naufragio, en particular (que, por lo que hace a Europa, valdría
tanto, mutatis mutandis, para los
años cincuenta como para esta recién pasada década del tercer milenio), quizá
podría modificarse un tanto esa exasperante polaridad de vaivén entre
decisionismo y fatalismo (entre la ligereza de lo que aún no es, y puede no
ser, y la gravedad del pasado, que ya no puede no ser), y buscar una salida más
o menos airosa de este atolladero, recordando que la “Europa por venir” no era
sino una metáfora incitante, y que,
como tal,su efecto habrá de basarse en la similitud
entre dos términos previamente conocidos, y no menos polarizados, que
apuntarían a una posible analogía de
proporcionalidad, a saber:
1)
mirando hacia atrás con cauta esperanza, vemos la Europa deshecha tras la
guerra, dejando en sus campos de 50 a 60 millones de víctimas, por no hablar de
los desplazamientos masivos de poblaciones enteras; pero también y como
reacción a esa inmane catástrofe, saludamos la creación de la CECA, en 1951: el
germen de la futura Unidad Europea, de acuerdo al llamado Plan Schuman;
2) mirando hacia delante con mesurada nostalgia, vemos, como
consecuencia de la crisis de la deuda soberana europea,vemos que la llamada
Eurozona está a pique de desgarrarse
definitivamente, tras las sucesivas intervenciones -por parte del Banco Central
Europeo- de Portugal, Irlanda, y sobre todo, y recurrentemente, de Grecia,
junto con el inminente rescate del Reino de España
; y
sospechamos además que la caída escalonada de los mal famados PIGS, puede
acabar arrastrando al abismo a la entera Unión Europea;
pero
también, y no sin la débil creencia en una
revelatio
sub contrario, pueden avizorarse síntomas que, como los dolores del parto,
anuncian la creación de una verdadera Unión Europea, comenzando por la unidad
fiscal y bancaria, y siguiendo por el reforzamiento del Parlamento y de la
Comisión Europea (con detrimento, y ahí se encuentra el
punctumdoliens, del actual Consejo de Europa, dirigido ya casi sin
tapujos por Alemania).
Al respecto, mantener a pesar de todo la elíptica metáfora: Europa como naufragio y como porvenir
podría resultar útil, al menos como incitación (pues que es precisamente en tiempos de tempestad cuando hay que hacer mudanza),
dado que, como toda metáfora genuina, esa “Europa” en devenir (o sea: resultante del paso retroactivo y proyectivo de su
estar a punto de dejar de ser y de no
llegar a
ser aún), posee, como no podía ser menos (dada la enjundia hegeliana
de los términos recién empleados) una cierta capacidad de síntesis, si es
verdad que para la formación de metáforas es preciso dinamizar conocimientos que
parecían dormidos en el archivo de la memoria y, por ende, incapaces de mover a
reflexión, y menos a la acción.
Sólo que, al contrario de lo que con cierta plausibilidad
podría ser válido para la postrada España de principios de siglo, a saber que:
“España era el problema y Europa la solución”
,
cien años después no lo puede ser ya: ni Europa es algo externo que podría
salvarnos de nuestra propia desidia, ni España puede gloriarse (mal que les
pese a algunos gobernantes) de haber llamado en su ayuda a unos nuevos “Cien
Mil Hijos de San Luis”, transmutados por arte económica en “Cien Mil Millones
de Euros”. Pues la
relaciónesencial (por
decirlo de nuevo en términos hegelianos) entre Europa y España no es ya
siquiera la mecánica del todo y las partes, ni la dinámica de la fuerza y su
externalización, sino la realmente efectiva de lo
interno y lo
externo:
España, como los demás miembros de la Unión es la manifestación externa (
das Aeussere) de su propia esencia
interna (
das Innere). No vale ya el
tan citado apotegma: “Yo soy yo y mis circunstancias”
, con
ese redoblado Yo solar que, integrándolo, reduce el mundo a cosa
“circunstancial”, o sea: el campo de las
fazañasdel
sujeto. Sería como si tildáramos, hoy, a la Unión –o peor aún, a Alemania- de
“Sol de Europa”, con los demás miembros como planetas (y algunos, incluso, como
satélites), dejando si acaso a las díscolas Suecia y Reino Unido (los restos de
la EFTA) como cometas del Sistema. Pero esto no así, sencillamente no es así.
Europa, no es, ni probablemente será nunca, una nueva gran nación, ya sea
ultra- o
supernación, porque lo que resulta obsoleto en la nueva era de la
globalización es precisamente el
Estado-Nación. Europa es,
está siendo
sida más bien una
retículade
desplazamientos y condensaciones, en los que la soberanía común -si tal cosa al
fin se logra- será algo semejante al cantar de Atahualpa Yupanqui: algo que “no
es de naide y es de tóos”, por ser el resultado de continuos flujos y
variaciones, no sólo económicas y políticas, sino también culturales
(recuérdese otra poderosa metáfora reciente: la del
Smart power, de Joseph S. Nye
), en
flexible y no siempre amistosa combinación con otros Bloques, como el de
Norteamérica (el GATT), el Cono Sur latinoamericano (por ahora, en unión sólo
económica: el MERCOSUR), los subcontinentes China y la India; y todo ello,
dentro de una constante y
amebáticaconexión
y desapegos heteróclitos (piénsese en la caracterización que el propio
presidente Obama ha hecho de su país como perteneciente al Área del Pacífico,
si es que no su potencia hegemónica, en directa rivalidad con China –sin
olvidar a Australia- para la dirección y reorganización de la Región
Asia-Pacífico).
¿Quiere esto decir que ha pasado la hora de Europa? No lo
creo así. Creo que, precisamente en cuanto “Europa” (y no como una suma
mecánica de países, unidos –o más bien, desunidos- en el mejor de los casos por
intereses económicos), esa hora está por venir. Sólo que para ello hay que
desechar todo
eurocentrismo (que hoy
sólo podría provocar una sonrisa de conmiseración… en las propias potencias
rectoras de la Unión) y desde luego todo esencialismo, al estilo del
zócalo Europa: “que está ahí ya desde un
remoto pasado […] Lo que sí será preciso es dar a esa realidad tan vetusta una
nueva forma.”
No. Lo que es preciso,
creo yo, entender –a partir de incitaciones del propio Ortega… y de Heidegger-
es que no hay “realidades vetustas” (¡un verdadero
oxímoron!), sino escogidas semillas de lo
sido,que sólo desde los peligros y zozobras del
programa (una expresión cara a Ortega)
son conocidas
por vez primera (y por
tanto, no simplemente re-conocidas) en esta no tan extraña retroducción del
futuro.
Por ello, más allá de Ortega, y con el propio Ortega, cabe
volver a proponer algo ya contundentemente anunciado por él hace poco más de un
siglo, a saber, que: “
España es una
posibilidad europea. Sólo mirada desde Europa es posible España.”
Pero
hay que apresurarse a añadir que, sin la conversa, tampoco esa posibilidad es
viable. Digamos pues: “
Sólo mirada
desdeEspaña es posible Europa.” Claro que, cuando ello suceda –si es que
sucede- los términos “España” y “Europa” seguramente tendrán a lo sumo una significación
levemente
análoga respecto al uso
actual. ¿Qué importa?
Mensnesciasortisfuturae. Y nosotros, al menos, habremos cumplido con lo que nos concierne e
im-porta, preparando el adviento de Europa desde los varios proyectos de
excavación de lo sido.
Y es que, si estamos
prendidos en aquello que libera y crea, es porque estábamos ya de antemano
prestos a liberarnos a nosotros mismos del “Así fue” del pasado, en franquía
hacia aquello que, viniendo, está siendo sido, o sea: hacia lo verdaderamente creador.
Las dos grandes metáforas. O.C. II, 390).
RM, p. 82 (cf. De Europa
meditatioquaedam. En: Meditación de
Europa. O.C. IX, 294).